Cinco horas después
Puigdemont perdió la iniciativa (y la carrera) cuando prefirió votar la DUI a convocar elecciones
André Malraux contaba que una vez le preguntó a Charles de Gaulle qué no debía hacer nunca un político. “Perder la iniciativa”, le contestó. Esta semana Carles Puigdemont perdió la iniciativa y perdió la carrera. Pudo haber acudido al Senado como presidente de la Generalitat y haber anunciado que convocaba elecciones, evitando la puesta en marcha del artículo 155 de la Constitución y conservando una cierta delantera. Sin embargo, dudó en el último minuto, por motivos que tendrá algún día que explicar, y optó por someter al voto del Parlament una Declaración Unilateral de Independencia que no tenía la menor posibilidad de éxito. Cinco horas después, el Senado había aprobado el 155, el presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, le había cesado y convocado él mismo unas elecciones catalanas inmediatas. Por una vez, Rajoy había decidido tomar la iniciativa con una decisión rápida, que nadie esperaba y que le deja margen de maniobra, al tiempo que se lo achica a los demás. Cataluña está ya prácticamente en campaña electoral y esa debería ser una buena noticia.
La inmediata convocatoria de elecciones catalanas tiene la virtud de reducir los riesgos de la aplicación del artículo 155, acortar la indeseable excepcionalidad y propiciar la vuelta al autogobierno autonómico. Existe la posibilidad de que algunos sectores independentistas renuncien a presentar sus candidaturas, pero los dos principales partidos, y las asociaciones civiles que han impulsado el movimiento independentista, saben que su relato quedaría fuertemente dañado en el exterior y que ese es un peligro que no pueden correr.
Las elecciones son la mejor salida posible para una situación caracterizada por una increíble serie de atropellos democráticos, aceptados por una parte considerable de la rica y educada sociedad catalana, que a cambio de alcanzar su sueño nacionalista o republicano, ha estado ciegamente dispuesta a ignorar leyes, avasallar a la oposición parlamentaria, convalidar un remedo de referéndum desprovisto de garantías e imponer una decisión tan grave como la secesión unilateral sin tener un respaldo social sensiblemente mayoritario ni el menor atisbo de apoyo internacional. Los independentistas no pueden esconderse tras la fatalidad. Simplemente han demostrado el mismo vicio que achacan a sus antagonistas: el estúpido desprecio por las instituciones democráticas. La Generalitat ha sufrido un serio golpe y va a necesitar mucho esfuerzo para recuperar su fortaleza. Seguramente la institución tiene en estos momentos mucho más que agradecer a Miquel Iceta, a Josep Borrell y a los socialistas catalanes y españoles, que a los nacionalistas que teóricamente la veneran.
Las elecciones del 21-D son una salida de emergencia, pero no van a solucionar la vía de agua abierta en el sistema autonómico, que permitió en su momento una importante descentralización del poder, pero que ahora se encuentra tironeado por quienes lo desprecian, fijándose en sus insuficiencias, y quienes desean estrangularlo. A estas alturas es más que evidente que existe una conflictividad real entre comunidades autónomas y el Estado y que no será posible solucionarlo sin una reforma constitucional, seguramente de naturaleza federal.
Cuanto antes se abra ese debate en el Congreso, mejor, entre otras cosas, porque necesitará tiempo y unas nuevas elecciones generales. Y porque mientras el problema territorial siga presentándose como prioritario, otros muchos temas que necesitan solución y que afectan a la vida de millones de ciudadanos quedarán relegados: educación, empleo precario, pobreza infantil, sostenimiento de las pensiones. O la corrupción, cuya lucha se desarrolla en los tribunales, y es bueno que así sea, pero que no está reclamando responsabilidades políticas, el lugar donde realmente se ataja ese problema. Nada perjudica más a la exigencia de responsabilidades políticas, en Cataluña y en el resto de España, que las banderas y los cánticos.
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