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MIRADOR
Columna
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La luz

Cien años después todos llevamos algo parecido al cajón de los Lumière en nuestro móvil

David Trueba
Fotograma de la película "¡Lumière! Comienza la aventura".
Fotograma de la película "¡Lumière! Comienza la aventura".

Cuando los asuntos adquieren una complejidad tal que parece imposible orientarse para encontrar una salida o concederse una reflexión, conviene regresar al origen. Se especula mucho con la dimensión de una sociedad actual concentrada en las redes sociales y los mecanismos del espectáculo visual. Convertidos los humanos en fotógrafos de sí mismos, elaboran una versión de la realidad manipulada y acotada para dar la imagen soñada de uno a los demás. Pero son tantas las derivaciones y los entrecruzamientos que a ratos muchas personas tienen la sensación de haber sido abandonados en mitad del tráfico de una enorme autopista de la que no saben no ya cómo salir, sino ni tan siquiera cómo ponerse a resguardo. Quizá por todo ello es el momento perfecto para sentarse a mirar las películas que los hermanos Lumière y sus talentosos operadores rodaron por el mundo en el nacimiento del cinematógrafo.

Se ha estrenado en salas la selección de un centenar de esas piezas por debajo del minuto de duración tejida y comentada por Thierry Frémaux. Más allá de los apuntes de la voz y la música superpuesta, no siempre demasiado enriquecedores, asombra que tras noventa minutos tu sensación sea de tal agrado que pensarías que apenas has consumido media hora. Porque uno de los efectos del cine es la suspensión ingrávida del tiempo. Resulta más ligera la sucesión de planos muchas veces estáticos en un blanco y negro primario que la mayoría de las secuencias elaboradas para televisión y cine actual con cientos de cortes y fragmentaciones de segundos. La aceleración nunca fue sinónimo de velocidad sino de confusión, por eso la gente más aburrida suele ser la que corre al hablar, como si le diera miedo que se entienda lo que está diciendo, y en cambio resultan amenos quienes tienden a expresarse con pausa y rigor.

Si aún no han ido a ver la película, corran a hacerlo. Y traten de arrastrar a los jóvenes que, nacidos en la esfera audiovisual, no se han preguntado jamás cómo sería el mundo antes de su retransmisión. En esa mezcla de antropología y placer que es la película ¡Lumière! Comienza la aventura hay contenido un ensayo sobre nuestra era. Nada mejor que remontarse a aquella pureza por mostrar lo que resultaba interesante, con aquellos encuadres y composiciones que arrancaban a proponer un lenguaje nuevo antes del barullo, para entender el efecto que esa invención ha tenido sobre nosotros. Cien años después todos llevamos algo parecido al cajón de los Lumière en nuestro móvil de bolsillo, pero braceamos para salir de la angustia oscura hacia alguna luz.

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