Carta de amor e ira
AMIGO, DÉJAME en paz. Donde quiera que estés, recuerda lo que te dije en el pasado, que si el dinero no basta, yo apuesto el corazón. Es una moneda que no tiene precio. Me lo arranco del pecho aún fresco y lo arrojo sobre la mesa para que oigamos los latidos de un órgano que me ha hecho amarte desde la mañana hasta el anochecer. Y que me ha llevado a llorar a causa de los sacrificios que tu ardor cruel me exigía.
En cierta ocasión te pregunté si no era suficiente la sangre que derramaba sobre tu plato, si debía ofrecerte otra parte de mí para agradarte. Aunque nada hubiese en mí que no cediera a este caníbal que exigía mi carne entre los dientes.
A veces el amigo gruñía, pero de súbito actuaba como un poeta. La mirada vacilaba entre el desprecio y el disimulo artero, una inocencia envuelta en hilos de lana y alambre. Entonces, yo, para apaciguar tu secreta ira, me disfrazaba de odalisca. Pero como no me aplaudías, agradecido por disponer de quien en nombre del amor se travestía de ridículo humano, yo me recogí, nunca más fui la misma.
A veces el amigo gruñía, pero de súbito actuaba como un poeta. La mirada vacilaba entre el desprecio y el disimulo artero, una inocencia envuelta en hilos de lana y alambre.
No recuerdo tu primer paso en falso. De repente descubrí que tenía un enemigo junto a mí dispuesto a maltratarme el alma. Un látigo ante el cual no debía sucumbir solo porque me hubiera prometido en cierta noche de verano, antes de ingresar en mi lecho, una vida llena de placeres.
Durante el amor yo cerraba los ojos bajo el espejismo de ser feliz. Ni aun así el amigo apreciaba el rayo de luz que brotaba de mi pasión. Y fue con un gesto de verdugo como me llamaste salvaje, que me buscase otro refugio. Me ofendías, consciente de que otras groserías se sucederían. Entonces pensé: ¿qué culpa tenía yo de que mis labios salvajes careciesen del triunfo de la carne que tu cuerpo me debía, mientras no rompiese nuestros grilletes?
Otra vez, civilizada, maldije este amor insano que aún no se ha enfriado. Y por eso temo que me busques de repente, obligándome a decirte que no vuelvas a robarme el corazón, como hiciste en el pasado, cuando a cada regreso tuyo yo te ofrecía mi ser. Porque ahora no quiero correr el riesgo de pensar que puedo tenerte durante mucho tiempo, aunque deba acostumbrarme a la idea de perderte para siempre. Así que no me arrastres para adentro de la campiña, aunque te implore que me lleves contigo. Que sepas que no quiero despojarme de un corazón que en tiempos pasados te ofrecí con tanta opulencia. Pero si te lo llevas a casa, déjame al menos algunas fibras como recuerdo. Solo con ellas mi cuerpo sabrá vivir.
Escribí esta carta en medio del torbellino de sentimientos, y no la envié. Pero en caso de que decida hacerlo, ¿cómo me despediré? ¿Diciendo hasta pronto o para siempre? ¿O sin decir hasta cuándo? BB.
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