El pollo
A la cría de gaviota que nació junto a la Redacción la bautizamos 'Cenizo', pero le podríamos haber puesto 'Procés''
Le llamábamos Cenizo, por el color del plumaje, pero también por las circunstancias. Le podíamos haber puesto Procés. Era un poco como el ahijado de todos. Vivía aquí, en la Redacción, al otro lado de la ventana, desde que era huevo. Sus padres, recurrentes nidificadores, lo empollaron en un tejadillo de uralita. Era una cría de gaviota, una de tantas. Seguimos sus primeros pasos tambaleantes y sus primeras comidas, invariablemente trozos de palomas depredadas por papá y mamá gaviota y cuyos restos sanguinolentos crearon un paisaje digno de la zona de picnic de las arpías.
Hasta aquí nada raro. Pero Cenizo era muy especial. Presentaba una aparatosa deformación en el pico. Verlo producía angustia. Era el equivalente del patito feo en versión Juan Salvador Gaviota. Los padres cuidaban de él, indiferentes a su desfiguración, y pareció prosperar. La vida ya es de por sí complicada pero a veces, te dices, es que parece no que Dios juegue a los dados sino que es un redomado sádico.
El bicho murió al empezar el verano y quedó estirado a la vista de todos, con las alas extendidas como en una postrer plegaria. No había forma de alcanzar el cadáver para retirarlo y ha ido descomponiéndose ante nuestros ojos. A finales de agosto llamé la atención de las vecinas redactoras de S Moda para que vieran en qué se había convertido y casi les da un soponcio. Nos miraba con cuencas vacías, los huesos adivinándose ya bajo el sucio plumaje. Llegó septiembre y pasó con todas sus inquietudes. El 1-O, los restos eran una carroña baudelariana que provocaba espanto entre tanto sobresalto. Y ahí sigue el pollo putrefacto, convertido en algo más que una pena: en una auténtica metáfora.
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