Ni se te ocurra ponerle YouTube a tu bebé... ¿o sí?
SON LAS 7.15. Aún no suena la alarma. Mi hijo de año y medio, sin embargo, lleva ya unos minutos hablando consigo mismo en su lenguaje de Minion y pidiendo el desayuno. Me levanto, le doy los cereales, la fruta. Contesto mientras tanto el teléfono para dar alguna respuesta impostergable y entonces “papún”. Dice “papún”. Esa palabra quiere decir: “Ponme el YouTube en el móvil”. La plataforma de vídeo de Google tiene más de 1.000 millones de usuarios en todo el mundo. Y él es uno de ellos. No me pregunten cuándo ni por qué le presentamos por primera vez la caja roja de vídeos. Pero como dijo César Vallejo, debió ser un día en que Dios estuvo enfermo. Cada vez que me acerco a alguno de mis aparatos, la criatura reclama lo suyo. Buena parte de las veces intentamos seducirle con otra cosa, libros, juguetes, instrumentos musicales, y a veces lo conseguimos. Pero otras llora hasta que cedemos. Cuando le doy al triángulo del play es cuando recuerdo todos los artículos que advierten de los peligros de exponerlos a las pantallas desde muy temprano y me siento un poco peor. Por ejemplo, hace poco leía un estudio de las Pediatric Academic Societies estadounidenses que alertaba de que cuanto más tiempo pasan los niños entre los seis meses y los dos años delante de móviles, tabletas o videojuegos, más posibilidad tenían de experimentar retrasos en el habla.
No hay excusas. Sin embargo, hay algo que me consuela. Hace unos meses me pasaron unos inofensivos enlaces. En el vídeo aparecían unas señoras y señores, vestidos de semipayasos cantando una especie de cumbia tropical sobre un monstruo de la laguna; o un huaino andino dulcísimo para compartir los juguetes y una salsa a lo Héctor Lavoe que iba de cómo batir la cucharita en la sopa. Mi hijo se quedó absorto ante los Canticuénticos, estos músicos argentinos que desde Santa Fe hacen canciones basadas en el folclore más divertido. En unos días ya estaba haciendo bailar sus 60 centímetros de carne cruda y rechoncha. Y yo con él. Y además pensamos. Mientras al niño se le establecen nuevas conexiones neuronales, yo pienso, por ejemplo, en la poeta argentina María Elena Walsh, que también está en YouTube. Y en todos esos productos culturales para niños que entretienen y expanden la mente inquieta de los enanos al mismo tiempo que la de sus madres. De Lewis Carroll a Pixar. Yo, que vengo de esa generación de peruanos que bailamos con Parchís, me he lanzado a conocer la nueva canción infantil en YouTube.
He transitado por las páginas de los chilenos Kokorocó, cuyos vídeos animados minimalistas son como libros desplegables y melancólicos y hacen contrapunto a ritmos clásicos como el de la cueca. O de los también argentinos Pim Pau, un proyecto nacido de una escuela de arte de Buenos Aires para niños que aspira a la diversión sin estridencias, en clave sofisticada y con una estética más bien hipster. O, entre los españoles, el gran Chumi Chuma —el músico Alberto Rodrigo—, que hace pop rock para niños no demasiado aniñados, con letras y melodías perfectas y hits como La canción del cepillo o Barto el Lagarto. ¿Culpabilizarnos por nuestro horario envenenado y nuestro tedio y nuestra entrega al consumo del YouTube más inmediato? No, gracias, esto es aprendizaje compartido entre madres madrugadoras y niños posdigitales danzarines. 7.15. “Papún, mamá, papún”. Sí, claro. Sin sombra de complejos y aquí bailamos todos.
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