300 palabras
Diez más, diez menos; quince arriba, quince abajo. Esas alhajas vienen cabiendo en este cofre. Depende de los puntos seguidos, los aparte y los supensivos. De las comas, comillas y paréntesis. De las eles y las íes, palitroques que estrechan las líneas, y de las emes y las uves dobles, mamotretos que las ensanchan. De la proporción y el rimo de agudas, llanas y esdrújulas. De la cadencia entre párrafos. De todo eso depende, y hasta de las diéresis de las úes y las vírgulas de las eñes, la diana o el pinchazo de estos dardos. Y todo eso sin hablar del fondo, claro. Cada balín de esta recortada debiera estar medido, tallado y preñado de intención y significado. Porque a este laberinto, como a la peluquería o al quirófano, se sabe cómo se entra, pero no cómo se sale. Hay quién conoce de antemano qué quiere decir y por qué y hasta de qué exacto modo. Benditos sean. Una se adentra en la selva sin más brújula que el instinto y la vergüenza ajena y el amor propio, y va desbrozando la hojarasca a base de cabezonería, palos de ciega y machetazos de teclado. El camino se hace a veces terriblemente largo; a veces sospechosamente corto y, siempre, horriblemente ansioso. Hasta que, de repente, coincidiendo con precisión helvética con la hora del cierre, lo tecleado cobra sentido y sensibilidad y, si no, los das por cobrados y la acabas pensando que otra vez saldrá más redonda y que has salvado el pellejo hasta la próxima.
Escribir una columna es un gozo y una tortura. La tortura de iniciarla y el gozo de acabarla. No creo que este oficio de artesanos sea masculino ni femenino. Tampoco que las mujeres seamos buenas ni malas ni mejores ni peores columnistas que ellos por tener ovarios. Solo sé que los tenemos, que somos unas cuantitas y que, si nos compran el género, será porque se vende. Lo de la paridad en congresos lo dejo para otra. Hoy bastante tengo con cuadrar el sudoku y cerrarlo a tiempo.
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