Cataluña, las ofensas y el desconsuelo
Trasladar las reivindicaciones independentistas a la calle ha cargado de emociones un debate que exige argumentos claros


Cuando no se sabe lo que está pasando es difícil comunicarse, todo se embrolla, crece la ansiedad, se avivan las suspicacias. Ocurrió hace unos días en el Parlament de Cataluña. El president Carles Puigdemont hizo un discurso solemne sobre los tiras y aflojas entre Cataluña y el resto de España y concluyó que la relación no funciona. Tras resumir lo que ha pasado en los últimos años, explicó que asumía “el mandato de que Cataluña se convierta en un Estado independiente en forma de república” e, inmediatamente después, suspendió durante varias semanas los efectos de esta declaración con la idea de reclamar mediadores para que vinieran a arreglar el entuerto. Pero la cosa no quedó ahí. Poco después las fuerzas soberanistas, con mucha prosopopeya, fueron firmando uno a uno un papel por el que se constituía la república catalana.
Asumir, declarar, suspender, constituir. Discursos, firmas, explicaciones. Y un ruido inmenso entre los expertos que pontifican, sospechan, advierten, sugieren, rechazan, aprueban, se lamentan, sostienen. He ahí la política —dirán algunos—, he ahí un hombre, he ahí un gesto. El grupo de catalanes que esperaban en la calle que se diera la señal para empezar la fiesta pasó en unos cuantos segundos de la exaltación al pasmo más absoluto. ¿Qué es lo que pasó realmente ahí? ¿Y cómo puede explicarse?
La democracia es un artificio. Una colección de instituciones, procedimientos, normas, reglas de juego. Luz y taquígrafos, se reclamaba hace tiempo, para que todo eso funcionara sin demasiadas sombras, para poder llamar pan al pan y al vino, vino. Para saber a qué atenerse. Los soberanistas convirtieron el 6 y el 7 de septiembre, y también esta semana, el Parlament en otra cosa. Mucho barullo. Mucho espectáculo. Poca claridad.
Los secesionistas decidieron, así, prescindir del andamiaje formal que permite que todos los puntos de vista puedan expresarse y terminaron por empujar el conflicto político a la calle, donde no hay margen para el matiz y las emociones levantan trincheras entre los míos y los otros. Ahí ya no existe la palabra que defiende un individuo, y por la que se le pueden pedir responsabilidades, sino la autoridad de la muchedumbre. Y a la muchedumbre se la moviliza sobre todo con ofensas, nunca con argumentos.
Desde hace unas semanas, y con muy pocas excepciones, la actividad de los españoles (catalanes incluidos, independentistas y no independentistas) ha sido única: rumiar. Arriba y abajo, por aquí y por allá, fíjate en esto, fíjate en aquello. Un horror. Porque cuando se imponen las ofensas, da la impresión de no hay palabra que sirva para nada.
Queda el desconsuelo. Tan bien expresado en la escultura de Josep Llimona, ahí delante del Parlament, que La Vanguardia llevó a portada el martes pasado. Hay otra igual en la sala 60A del Prado. Ves el hermoso cuerpo de la mujer que esconde su aflicción debajo de sus cabellos y sólo entonces entiendes lo que toca reconstruir. Y puede todavía ir a peor.
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