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Seres Urbanos
Coordinado por Fernando Casado
Periferias

Breve elogio al descampado

La poética de los 'terrains vagues'

Zona periurbana de Nueva Delhi.
Zona periurbana de Nueva Delhi. MONEY SHARMA (AFP)
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Se debería tener tiempo para gozar y pensar en esa especie de regiones desalojadas en las periferias urbanas, pero también en plena ciudad, entre las formas plenamente arquitecturizadas, a la manera de intermedios territoriales olvidados por la intervención o a su espera. Algunos arquitectos han demostrado por esa realidad –el terrain vague– una fascinación especial, como el catalán Ignasi de Solà-Morales o el quebequés Luc Levésque. Atracción estupefacta por lugares amnésicos a los que la ciudad no ha llegado o de los que se ha retirado y que encarnan bien una representación física inmejorable del vacío absoluto como absoluta disponibilidad. Una pura intemperie, en la que uno se va encontrando, entre una naturaleza desapacible, escombros, esqueletos de coches, casas en ruinas y los más inverosímiles objetos perdidos o abandonados.

El concepto de terrain vague es sin duda el indicado para reflejar la ambigüedad y la multiplicidad de significados de lugares, territorios o edificios que participan de una doble condición: por un lado, vague en el sentido de vacante, vacío, libre de actividad, improductivo, obsoleto; por el otro, vague en el sentido de imprecisos, indefinidos, vagos, sin límites determinados… Esas zonas no domesticadas y pasionales parecen conectarse entre sí a través de senderos que han trazado los propios caminantes.

Quien lo percibió de manera creativa fue Robert Smithson, un artista que inventó lo que llamó earthwork, en concreto la serie Monuments of Passaic, de 1967, basada en una excursión por los alrededores marginales de su ciudad, Passaic, Nueva Jersey. A esa región disgregada, “panorama cero”, la llama no en vano non-site. La obra es una pieza interminable, hecha con los objetos obtenidos en el viaje, las fotografías, los vídeos, los mapas, las anotaciones del artista, pero también de quienes acudieron a su invitación de llevar a cabo idéntico desplazamiento a ese lugar sin lugar, para gozar de sus extraños monumentos. Véase el catálogo de la exposición sobre él que hicieron en el IVAM de Valencia en 1993 y también el de la exposición En tránsito, en la misma institución, que se pudo visitar en 2015, con obras de otros artistas, todas ellas dedicadas a los paisajes con escombros.

También noto esa elocuencia secreta de los descampados la está notando Francesco Careri, el autor de un libro fundamental: Walkspaces. El caminar como práctica estética. Careri es el animador de un colectivo de arte urbano que se llama Stalker y que se dedica a deambular por descampados encontrando objetos portentosos, una especie de derivas situacionistas por suburbios abandonados de cualquier ciudad.

Este grupo adopta el nombre de una película indispensable: Stalker, de Andrej Tarkowsky (1979), basada a su vez en una de las magníficas expresiones de la literatura de ciencia-ficción soviética: Picnic al borde del camino, de Arkadi Strugatski y Boris Strugatski (Emecé). La obra narra la historia de unos extraterrestres incomprensibles que aterrizan para hacer un picnic y que al partir dejan abandonados unos misteriosos desperdicios que convierten el lugar en un sitio portentoso y terrible, dotado de conciencia y al que se le debe temor y respeto. Los stalkers son precisamente personajes que se aventuran a penetrar en ese paraje en descomposición –la Zona– en que se encuentran desperdigados los misteriosos despojos, algunos de reputadas cualidades mágicas.

Por último, tenemos el homenaje que Nani Moretti le rinde a Pier Paolo Pasolini en Caro diario (1993). A Pasolini y al descampado en que le mató un chapero. Pasolini es el director de los descampados, esas comarcas sin nada a las que hacía jugar un papel tan importante en films dirigidos –Accatone, Mamma Roma, Uccellacci e uccellini...– o en sus guiones, como el de Le notti di Cabiria, de Fellini. Son esos espacios por los que merodean personajes siempre extraños y ambiguos, generando caminos y atajos por los que tienen lugar todo tipo de actividades clandestinas, amores sórdidos y los crímenes más atroces, entre ellos –no se olvide– el suyo propio. En efecto, el cuerpo de Pasolini apareció asesinado el 2 de noviembre de 1975, en ese paraje abandonado a unas decenas de metros de la playa de Ostia, que es el que desemboca el viaje en vespa de Moretti en Caro diario, idéntico al que Pasolini había descrito en su novela Una vida violenta (Seix Barral).

Esos descampados, territorios residuales en los que no hay nada: ni pasado, ni futuro, nada que no sea el presente, hecho diagrama, de quienes los cruzan. Espacios también para el juego, porque, pareciendo decrépitos, acaso son en realidad la infancia de todo territorio

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