Cócteles
Esta mezcla de gente catalana era estupenda, lo mezclado sabe mejor. Mezclado, no agitado
En la calle Montserrate de La Habana, un catalán abrió un garito de cócteles hace cien años y le llamó Florida. Se quedó en Floridita, las cosas se humanizan con la suavidad y los diminutivos, no tanto con la grandilocuencia. Su primo Miguel, un adolescente de Lloret de Mar, entró de camarero y pronto vio que tenía mano con los cócteles. Acabó volviendo a Barcelona y en 1933 abrió su propio bar. Pequeñajo, que hacía esquina, con aire caribeño y americano, una cosa exótica en la ciudad. Se veía que no era de allí. Le puso su apellido, Boadas. Ahí sigue, tras la república, la dictadura y la democracia. Era un buen lugar para estar tranquilo —quizá el único, porque ya ni las iglesias— el 2 de octubre. Con una manifestación estudiantil y las masas de turistas, los clientes entraban como a un refugio de montaña en la ventisca o a un camarote en la tempestad. Pedían una copa en la oscuridad y se sentaban en la barra en silencio. Nadie hablaba mucho, para qué. Pero todos pensaban en lo mismo, aunque pensar en ese momento ya era bastante más en comparación con otros. Se daban tragos y se suspiraba. Había cautela, podría llamarse educación, en no sacar el tema. Cayeron frases sueltas, se intuía que había un poco de todo, pero se prefería la calma porque las opiniones se filtraban con lo que allí se toma la vida, con filosofía y dry martini. Era un reducto de cordura, adulto, idóneo para que a los iluminados les entren dudas y los burócratas se pongan sentimentales. Solo un señor aventuró una opinión algo tajante, sin gritar: “Ni unos ni otros. Gente nueva”. Hubo asentimientos. Algunos pidieron otra. Esta mezcla de gente catalana era estupenda, lo mezclado sabe mejor. Mezclado, no agitado.
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