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Columna
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Esclavos de las ideas dominantes

Rosa Montero

EL OTRO DÍA caí por casualidad en uno de esos vídeos supuestamente inspiradores que circulan por Internet. Era una entrevista con una mujer anglosajona de unos 60 años. Sentada en un taburete, contaba cómo había tenido un amante más joven que no quería salir a la calle con ella porque no deseaba que lo vieran con alguien tan mayor. También hablaba de sus inseguridades físicas; de cómo algún otro imbécil le había dicho que tenía unas piernas feas; de lo poco agraciada que se había sentido toda su vida; de lo difícil que le había resultado aceptarse y comprender que una persona real no puede ser perfecta. Mientras contaba todo esto, se iba desnudando: se quitaba los zapatos, los leotardos, el traje. Al final se quedaba en ropa interior, un sujetador y unas bragas sencillos color crema. Para terminar, se soltaba el pelo: una melena blanca. También hablaba de eso, de asumir las canas. Todo lo que decía resultaba conmovedor y ella era una persona adorable que parecía sincera. Hasta aquí, todo bien.

Por lo general las mujeres reales lucen diversos grados de barrigas, barriguitas y barrigotas; que las carnes se mueven, se ablandan, se ondulan; que los pelos ralean; que las mejillas se caen.

El problema, el peliagudo y ridículo problema, era que se trataba de una mujer bellísima. Preciosa de cara, y con un cuerpo verdaderamente sobrenatural para su edad. Sus piernas eran perfectas, dijera aquel cretino lo que dijera. No tenía ni un gramo de grasa, ni el más ligero rastro de celulitis. Su piel no parecía mostrar la inevitable fatiga de vivir. Sus brazos no pendulaban por abajo, como pendulan de manera natural todos los brazos cansados de soportar la fuerza de la gravedad año tras año, sino que eran unos lindos, prietos y delgados brazos de adolescente. Por no hablar de la sedosa, abundante melenaza a lo princesa de Disney. Pues bien, los autores del vídeo nos mostraban a ese espectacular bombón como ejemplo de que uno debe aceptarse y admitir sus imperfecciones. Nos han fastidiado: así cualquiera. Qué fácil debe de ser reconciliarse con una misma cuando una cumple todas las exigencias tópicas de la belleza al uso.

Se trata de un burdo y tonto truco que se ha puesto de moda, porque se ve que los publicistas han olfateado que reivindicar a la mujer de la calle es algo que vende (es la mujer de la calle la que compra). Pero, claro, les debe de parecer poco vistoso reflejar la realidad real. Estoy harta de ver anuncios o reportajes en los medios que hablan de “mujeres auténticas que se aceptan a sí mismas como son” o de las actrices Tal y Cual que se atreven a “mostrar su aspecto natural” porque luego resulta que todas son fantásticas, es decir, todas provienen del reino de la fantasía, ya que no tienen nada que ver con las personas que conozco. Y esta vuelta de tuerca en la exigencia física es aún más perversa que el uso tradicional de las chicas macizas, porque aquí nos dicen que las mujeres normales son así. Qué inmenso desconsuelo: ya nos habíamos resignado, con acongojado y celulítico dolor, a no ser como las modelos despampanantes; pero si ahora encima nos dicen que la normalidad es así, mejor rebanarse el arrugado pescuezo y acabar con tanto sufrimiento.

Y lo peor, lo más inquietante e incomprensible, es que el personal no se da cuenta del engaño. En la página de la mujer que se desnuda había multitud de comentarios entusiastas que celebraban su supuesto coraje al admitir su físico y que la piropeaban resaltando lo guapa que era como si se tratara de un atractivo heterodoxo, y nadie parecía advertir que era un bellezón extraordinario que cumplía todas las reglas de la tiranía estética. Me temo que estamos tan domesticados, tan sometidos al yugo de los valores dominantes que ni siquiera somos capaces de percibir las verdades más obvias, a saber, que por lo general las mujeres reales lucen diversos grados de barrigas, barriguitas y barrigotas; que las carnes se mueven, se ablandan, se ondulan; que los pelos ralean; que las mejillas se caen. Que hay muchísimas chicas de 20 años que jamás tendrán un vientre tan liso como el de esa hermosa señora de 60. Y la reflexión que más me angustia: si somos tan ciegos ante algo visualmente tan obvio, si estamos tan uncidos a la dictadura de lo convencional, ¿no seremos también unos cabestros en otros valores más sutiles? Esclavos de las ideas dominantes sin saberlo.

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