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Tentaciones

No me gusta la cerveza y fui al Oktoberfest de Múnich

Paulaner Bräuhaus es un mesón bávaro tradicional con su propia fábrica de birra. Allí para ser maestro cervecero tienes que hacer una diplomatura universitaria de cinco años

Javi Camino

“Dios le da pan a quien no tiene dientes”. Es la frase que podía leer en la cara de mis amigos cerveceros cuando les contaba que los hados de los viajes de prensa me habían enviado justo a mí, que siento un asco casi patológico por la cerveza, a cubrir el Oktoberfest, la mayor fiesta cervecera del universo. Cuando hablo de mi peculiar fobia todo el mundo me dice lo mismo: “A mí tampoco me gustaba al principio pero luego te acostumbras.” Es como si fuera un rito de paso a la adultez que todos debemos superar. Un rito que jamás he logrado asumir. Tan solo de pensar en el contacto de esa espumilla blanca con mi boca me entran las arcadas. Por eso este viaje se ha convertido en mucho más que un simple trabajo, se trata de viaje iniciático, la prueba definitiva para vencer una de mis principales aversiones. No existe contexto más propicio que el Oktoberfest para lograr beber cerveza. Si no lo consigo allí probablemente no lo consiga en ningún lado.

Paseo por el centro de Múnich preparándome psicológicamente para mi misión. Temeroso de no poder soportar el hedor de la birra pedí consejo a un amigo forense. Me regaló un bote de una crema especial para untarme en las fosas nasales, la misma que él emplea para enfrentarse a la pestilencia de la morgue. Al final creo que no necesitaré usarla. El cambio de temperatura, casi diez grados menos que en Madrid, me ha provocado un ligero constipado que funciona como un escudo protector, inmunizando mi sentido del gusto y el olfato contra la mayoría de estímulos.

“Estuvimos en la Paulaner Bräuhaus, un mesón bávaro tradicional con su propia fábrica de cerveza. En Baviera, para ser maestro cervecero, tienes que hacer una diplomatura universitaria de cinco años”

El folleto turístico que tengo en la mano dice que Múnich es una ciudad fundada por monjes y algo de eso parece aún conservarse en su ADN. Llama la atención el silencio monacal que reina en el centro de la ciudad, incluso en lugares normalmente bulliciosos como el mercado. Parece como si estuviéramos en una película en la que el técnico de sonido se olvidara de colocar la pista del sonido ambiente y solo pudiéramos escuchar los efectos de sonido de las pisadas de los peatones y las cadenas de las bicis. También es asombrosa su limpieza. No hay pintadas, restos basura en el suelo, ni señales de gamberrismo de ningún tipo. Los edificios resplandecen. Si te da un soponcio viendo los elevados precios de sus tiendas tienes la tranquilidad de que podrían hacerte una intervención quirúrgica allí mismo, en el medio de la calle, con las mismas condiciones de asepsia que en un quirófano.

Hace unas horas estuvimos en la Paulaner Bräuhaus. Es un mesón bávaro tradicional que cuenta con su propia fábrica de cerveza. Ulrich Schindler, el maestro cervecero, nos explicó todo el proceso de fabricación. Lo de “maestro cervecero” no es un decir. En Baviera existe una diplomatura universitaria de cinco años entre teoría y práctica para lograr este título. La pequeña fábrica de Ulrich es una especie de centro de experimentación de Paulaner. Algunas de las variedades artesanales que allí se han creado pasaron a producirse a nivel industrial por la famosa marca muniquesa. No sé si fue gracias al catarro , pero me sorprendió el agradable olor de la malta y el lúpulo cuando todavía están sin procesar. Es a partir de la fermentación cuando la mezcla empieza a tener el olor que tanto me desagrada. Me supo mal rechazar la invitación a probar el brebaje viendo toda la pasión y cariño que todos los empleados ponían en su trabajo pero la opción de probarla y acabar vomitando sobre el pintoresco traje bávaro del simpático Ulrich era incluso más horrible.

A lo que no hice ningún asco fue a la gastronomía bávara: entrantes contundentes, codillo, pollo asado, salchichas... La carnaza es el principal ingrediente de todos sus platos. Un infierno para un vegetariano pero un placentero exceso para un aparato digestivo sin escrúpulos como el mío. Disfruté comiendo unas sabrosas carrilleras de ternera encharcadas en salsa de asado, pues tal y como no paraban de repetir los alemanes sentados a la mesa: “¡Hay que echar salsa hasta que flote!”. Este gusto por la comida grasienta, tal como nos explicó uno de los cocineros, es una forma de equilibrar la ingesta masiva de cerveza. Cuanta más grasa mejor se puede resistir la embestida de los litros de alcohol. Algunos de los alemanes que nos acompañaban se habían pasado por el Oktoberfest el día anterior y aquejados por la resaca optaban por beber spezi, una curiosa mezcla de Coca-Cola y Fanta naranja, al más puro estilo de los mejunjes que solíamos hacer al final de los cumpleaños de preescolar.

A la mañana siguiente llegó el momento clave: la hora del Oktoberfest. Tiene lugar en un recinto cerrado custodiado por cientos de guardias de seguridad. Intentar entrar con una simple mochila, aunque solo lleves la chaqueta y un panfleto sobre Múnich, puede suponer un problema. Como en todas las ciudades afectadas por atentados terroristas recientes se palpa cierta paranoia en el ambiente. La entrada es gratuita pero si queremos disfrutar de la auténtica fiesta conviene reservar mesa en una de las carpas. Muchos de los clichés que tenía en mente se cumplieron. El evento es una apoteosis kitsch. Impresiona entrar y encontrarse con todas esas monumentales montañas rusas, atracciones de feria variopintas, letreros con muñecos animatrónicos asando carne y gente de todas las edades ataviada con el traje tradicional. Se trata de un traje de gala que incluso se suele usar en bodas. El lederhosen, los pantalones cortos de piel de ciervo que llevan los hombres, pueden llegar a alcanzar fácilmente un precio de 1200 euros en sus versiones más lujosas. Un dirndl de calidad, el vestido de las mujeres, se puede adquirir en torno a los 800. Con semejantes precios no es de extrañar que sea costumbre legarlo de padres a hijos y que existan tiendas de segunda mano dedicadas en exclusiva a este tipo de ropa.

Curiosamente no es una tradición que provenga de los orígenes del Oktoberfest, allá en 1810 cuando se hizo la primera fiesta con motivo de la boda entre Luis I de Baviera y Teresa de Sajonia. La fiebre por la ropa tradicional empezó a cobrar fuerza a partir de 1990. Algunos tienen la teoría de que se trata de una reacción a la globalización a la que toda Europa está sometida desde hace décadas. Los bávaros son muy conservadores y tienen un sentido de la identidad nacional muy fuerte. No es casualidad que el lema del Bayern de Múnich sea “Nosotros somos nosotros”. También los bretzels, el famoso pan alemán con forma de corazón e incrustaciones de pedruscos de sal, está por todas partes. Incluso en forma de hinchable gigante. El mejor lugar para echar una visual a todo el conjunto es desde el alto en que está situada la estatua gigante de Bavaria, especie de diosa alegórica de las tierras bávaras.

La verdad es que el Oktoberfest no es el mejor lugar para catar variedades exóticas de cerveza, ya que sólo pueden venderse las seis marcas que se fabrican en Múnich que respetan la conocida como Ley de pureza. Una ley decretada en 1512 por Guillermo IV de Baviera según la cual sólo se podían usar tres ingredientes para la elaboración de cerveza: agua, malta y lúpulo. La mayoría de variantes se consiguen mediante la modificación del sabor del lúpulo. Cada marca tiene sus propias carpas y cada año fabrican una variedad de cerveza específica para el festival. Las jarras son de un litro y cuestan 10,80 euros. No se aceptan jarras más pequeñas y en muchas carpas no venden ninguna bebida que no sea cerveza. Como mucho pueden hacerte el favor de darte un poco de agua del grifo. Para poder reservar sitio es habitual que se exija un consumo mínimo de 500 euros por mesa. La fiesta comienza muy temprano ya que los bávaros almuerzan a las 12:30 de la mañana. Las cifras son impresionantes. Dieciséis días de festejos en los que se recibirán una media total de seis millones de visitantes. Por ejemplo, la carpa tradicional de Paulaner tiene una capacidad para 8.300 personas. No estamos hablando de las clásicas carpas de lona que se montan y desmontan en un día sino de carpas construidas con madera, cristal y los mejores materiales. Algunas, como la carpa Käfer, conocida maliciosamente como “la carpa de los pijos” porque es en la que se suelen concentrar las celebridades, parecen preciosas casas de montaña. La construcción de todas estas infraestructuras lleva cerca de cuatro meses. En su interior hay música en directo desde que abren a las 10:00 hasta que cierran a las 22:30.. En contra del tópico lo que más se estila actualmente no es la música folk alemana, sino los popurris de versiones de temas míticos de todas las épocas. Como la Década Prodigiosa o una orquesta verbenera pero al estilo alemán. Los bávaros cantan con entusiasmo desde las canciones de la banda sonora de Grease hasta AC/DC pasando por los Backstreet Boys e incluso, el Despacito en alemán. Eso sí, entre canción y canción suena una y otra vez Ein Prosit der Gemütlichkeit, una canción tradicional de brindis, que se repite constantemente como un mantra etílico.

“Temeroso de no poder soportar el hedor de la birra pedí consejo a un amigo forense. Me regaló un bote de una crema especial para untarme en las fosas nasales”

La dinámica de la fiesta es sencilla. Se sientan a la mesa junto sus amigos y familiares y comen y beben hasta volver a casa dando tumbos. Incluso cuando hay que bailar se hace en torno la mesa. En este sentido, aunque contundente, es una fiesta bastante estática. Confieso que me esperaba un desfase mucho más grande, una especie de sanfermines a la alemana, pero los alemanes se lo toman con más calma. También es cierto que eran los primeros días de la fiesta y estábamos en días laborables. Supongo que los fines de semana la cosa se pondrá más salvaje. Dicen que el Oktoberfest pega cada vez más fuerte entre los más jóvenes la mayoría de asistentes están entorno a los 30-50 años.

En contra de la creencia común lo más consumido no son las salchichas sino el pollo asado. El cocinero de nuestra carpa nos comentaba que servían unos 5000 pollos al día. Justo allí, entre todas esas toneladas de carne asada y miles de señores alemanes ebrios coreando Pretty woman estaba también sentado yo, mirando desafiante la jarra de un litro de cerveza a la que tenía que enfrentarme. Hice un pequeño truco que leí en un libro de introducción a la programación neurolingüística. Pensé en todo lo que nos había contado Ulrich, el maestro cervecero, y en lo bien que olía aquel tarro lleno de lúpulo prensado. Me esforcé en asociar el recuerdo del olor con la bebida. Me autoconvencí de que aquello no era cerveza sino un sabroso zumo de cereales alemán con gas. Algo totalmente distinto a todo lo que había probado antes. Agarré la pesada jarra y bebí... No puedo decir que me gustara pero al menos pude beber sin sentir nauseas. Todo un avance. Era una cerveza mucho más suave y menos amarga que la de España. Aún teniendo seis grados casi no parecía que tuviera alcohol, y pese a mi resfriado podía detectar un pequeño matiz dulzón del que creo que carecen las pocas cervezas españolas en las que me he atrevido a mojar los labios. Pero vamos, tampoco me las voy a dar ahora de sumiller. No tengo ni puñetera idea de cerveza, simplemente aguanté la respiración y seguí adelante. Acompañé con un poco de chucrut, un trozo de salchica, y volví a beber. Cada vez me resultaba menos desagradable. Logré llegar a beber medio litro a ritmo de tragos de pajarito, todo un récord personal para mí, y por unas horas pude sentirme un bávaro más, brindando y engullendo esas riquísimas albóndigas de patata y pan. Ni yo mismo me lo creía.

¿Puedo decir que ya me gusta la cerveza? Tampoco nos pasemos. No he llegado tan lejos, pero sí he logrado aumentar mi tolerancia hacia ella y aprendido a admirar toda la cultura y el trabajo que la rodea. Aún asi creo que sólo en un sitio tan peculiar como el Oktoberfest, acompañado de la superfuerza de Bavaria, podría volver a repetir una pequeña hazaña como ésta.

Lo que pasa en Baviera se queda en Baviera.

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