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Cómo se vive con autismo

UNA PARTE de la humanidad, en número creciente, vive alojada en un universo mental y sensorial diferente al patrón que rige para el común de los mortales. Están entre nosotros, pero son sinceros, carecen de malicia, no comprenden las metáforas, las bromas, ni las dobles intenciones; desconocen las claves de funcionamiento de nuestras sociedades, complejas y artificiosas, aunque les gusta saberse queridos, y sienten la alegría y la tristeza, el placer y la frustración. El suyo es un mundo enigmático de pensamiento rígido, una anomalía de la programación genética que chirría ante la dificultad para asimilar nuestras normas no escritas. Ellos no desarrollan espontáneamente lo que a los demás nadie nos tiene que enseñar.

Mentes privilegiadas y discapacitados intelectuales, almas benditas y personalidades de comportamiento desquiciante, inocentes todos, transitan con sus fortalezas y debilidades por esos extraños países interiores de incertidumbre y sufrimiento del trastorno del espectro autista (TEA), velados por la incomprensión y resistentes a la indagación científica. Aunque no tienen cura, la experiencia enseña que no hay pozos de dolor y devastación inabordables, ni muros de silencio suficientemente herméticos como para cerrar el paso al amor entregado de los padres y al tratamiento eficaz de los profesionales de la sanidad.

Álvaro Castellanos, en una sala de la Asociación Antares de Madrid para el apoyo de personas con discapacidad intelectual y sus familias.

“¿Contento?”. Álvaro Castellanos, de 18 años, rostro pálido, expresión sonriente, saluda así al recién llegado mientras le adelanta su mano blanda sin llegar a fijar en él la mirada. Luego revolotea alrededor recitando una retahíla de frases enigmáticas que interrumpe de vez en cuando para besar a su madre. “Álvaro está enamorado de su madre y ella de él”, comenta el padre, Vicente Castellanos, de 50 años, trabajador de Citroën en Madrid. No hay cristales y sí rejas en la casa, no vaya a ser que Álvaro se corte las venas, salte por la ventana o arroje a la calle la televisión, el ordenador, cualquier cosa. “Nos ha pegado mucho. Más de una vez tuve que parar el coche en los túneles de la M-30 porque no podía seguir conduciendo con todo lo que me estaba dando. Llegamos a pensar en poner una mampara como las de los taxis nocturnos. Hemos llorado todo lo que se puede llorar, pero estamos orgullosos del trabajo que hemos hecho con él. Ahora él está feliz con nosotros y nosotros con él”, asegura la madre, Carmen Blázquez. Lo dice con el brillo en los ojos, al borde de las lágrimas.

Resulta fácil contagiarse de esas emociones ante relatos familiares cargados de situaciones límite porque Álvaro, que se muestra ahora cariñoso y colaborativo, ¿feliz? —en una de estas besa espontáneamente al invitado—, ha llegado a parar el metro y a golpear a una señora mayor en la calle porque no le hacía caso. Su madre ha debido enfrentarse a gentes que le conminaban a que lo llevara atado. “Como si fuera un perro”, dice ella. “Cuando ya no podíamos más, por consejo del doctor Martos empezamos a anticiparnos a sus estados de crisis. Por ejemplo, como sabíamos que nos agredía en un punto o un momento determinado, antes de llegar a eso nos enfadábamos con él dándole gritos de “ya está bien, no estoy contento contigo”. Eso le desconcertaba y reaccionaba en plan conciliador diciendo: “Papá, contento”. Lo de dirigirse a la gente con lo de “contento” le viene de ahí, explica Vicente Castellanos.

Álvaro en su dormitorio y con su madre Carmen en la peluquería.

Como tantas otras familias, los Castellanos temen como a un nublado que el curso escolar, ya sea en centros especializados o en aulas especiales dentro de colegios ordinarios, llegue a su fin, que se quiebre la rutina salvadora. “Son momentos de crisis. Gracias a las asociaciones de autismo, disponemos de campamentos de verano, pero cuando llega septiembre tienen que recogernos con pinzas. Nos pasamos el año diciendo: ‘Por favor, que pasen las Navidades, que no llegue la Semana Santa”. Sus vidas son la agenda de Álvaro. Ahí invierten sus energías, sus ilusiones y también su dinero. “Mi sueldo se va prácticamente íntegro en Álvaro porque para cualquier actividad, cualquier paso, necesita ayuda”, dice Carmen, que trabaja de ordenanza en un centro público. “El autismo es el gran desconocido de la sanidad pública, es una enfermedad silenciosa”, concluye Vicente.

Lo ha sido, desde luego, aunque de un tiempo a esta parte España suma especialistas médicos en la estela de los grandes pioneros Ángel Rivière, ya fallecido, y Juan Martos, al tiempo que promueve ­proyectos innovadores de envergadura y calado. Una prueba de la calidad de los programas de los especialistas ­españoles es que la Comisión Europea ha encargado al Instituto de Salud Carlos III de Madrid un estudio sobre el autismo en el conjunto de la UE. De la mano de ­Manuel Posada,  director del Instituto de Investigación de Enfermedades Raras del Carlos III, y con la colaboración de Joaquín Fuentes, investigador de la Policlínica Gipuzkoa, España lidera un proyecto, bautizado como ASDEU, que involucra a las asociaciones de psiquiatría infantil de 32 países, Rusia, Turquía e Israel incluidos.

En un cuaderno, los padres de Álvaro anotan la agenda del día para su hijo.

El donostiarra Joaquín Fuentes acaba de ser galardonado por la Asociación Norteamericana de Psiquiatría Infantil con el Premio George Tarjan 2017 por su contribución al tratamiento de las discapacidades del desarrollo infantil. Es la primera vez que este galardón, el más prestigioso del sector, recae en un experto no estadounidense. Joaquín Fuentes ha defendido en el Parlamento Europeo que el trastorno del autismo constituye ya un problema de salud pública equivalente al del alzhéimer, con la diferencia de que mientras este último se manifiesta al final de la vida, el primero surge al principio y es para siempre. En su opinión, España y Europa deben prepararse para encarar el problema del tratamiento del autismo, que se manifestará con crudeza en las próximas décadas.

“Al menos el 1% de los europeos padecen el síndrome autista, pero puede que ese porcentaje haya que elevarlo al 2%”.

“El 1%, al menos, de los europeos padece el síndrome autista, pero puede que ese porcentaje haya que elevarlo al 2%”, destaca Fuentes. “Hablamos de entre cinco y siete millones de europeos afectados, ya que cada caso de autismo cambia la vida al menos a otras tres personas más”. Al incremento exponencial de los diagnósticos de TEA registrado en los últimos años en el mundo han venido a sumarse los igualmente alarmantes resultados de una encuesta, formalmente muy rigurosa, llevada a cabo en Seúl, que establece una prevalencia del síndrome del 2,6% en los niños y niñas de entre 7 y 12 años. El gran debate actual en el mundo del autismo es si el aumento de los casos declarados responde exclusivamente a un mejor diagnóstico y a la ampliación de los criterios médicos utilizados o es que convergen factores ambientales que están disparando la incidencia objetiva del trastorno.

Álvaro y su monitora camino a la piscina y en el salón de su casa.

“Hay una batalla entre genetistas y ambientalistas”, sostiene Manuel Posada. “Los primeros creen que todo es genético, y no se puede negar la influencia de la genética en el autismo, pero los genes no producen epidemias y está claro que —como muestran los registros realizados en Dinamarca, por ejemplo— estamos ante un aumento de la incidencia. Si el autismo está creciendo, hay que buscar un factor ambiental”. El  incremento progresivo de la edad de los progenitores, característico de las sociedades modernas, es una causa comúnmente aceptada. “Los hombres tenemos que reproducir nuestros espermatozoides y cada reproducción supone una pérdida de calidad del material genético”, explica Fuentes. “Es como la fotocopiadora, que al final va perdiendo el tóner y la calidad de la impresión se resiente”.

“La exposición prenatal al ácido valproico o a la talidomida y a otras toxinas presentes en nuestro medio ambiente está asociada al mayor riesgo de TEA, al igual que las infecciones durante el embarazo y las complicaciones en el parto”, dice Ricardo Canal, investigador de trastornos del comportamiento de la Universidad de Salamanca. Son factores que incrementan el riesgo en niños que nacen con una mayor vulnerabilidad genética. Algunos estudios asocian igualmente determinados déficits del autismo con el exceso de líquido cefalorraquídeo en los bebés y con el anormal crecimiento del volumen cerebral temprano. Es posible que el TEA esté pasando de ser un trastorno genético simple de baja prevalencia y altamente heredable a un trastorno genético de alta incidencia, causado principalmente por la acción combinada de varios genes y factores ambientales que intervienen antes, durante y después del parto”. La gran mayoría de los TEA carece de esos antecedentes familiares, aunque el riesgo de que el hermano de una persona con autismo padezca el mismo síndrome está entre el 20% y el 25%.

Álvaro en la ducha de la piscina pública donde va junto a sus compañeros y monitores.

“Antes de que nos veamos, debería conocer algunas de mis normas: no me gustan los besos ni los abrazos, con un apretón de manos es suficiente. No miro demasiado a los ojos, pero estaré haciéndole mucho caso. Mi forma de hablar y el lenguaje corporal pueden resultarle desganados y/o robóticos. Es normal”. Regina Cortes Echezortu, de 36 años, donostiarra,  guarda un frustrado recuerdo del parto de su hija Olivia, de 16 meses, y cabría pensar que tampoco las tiene todas consigo en su función materna.

“No fue una experiencia dura, sino extraña, rara, medio decepcionante. Me habían dicho que iba a ser el día más feliz de mi vida y no fue así. Había leído que mi hija lloraría al nacer, pero ella no lloró cuando la sacaron. Y luego todos esos médicos tocándome, encima de mí, nerviosos, porque hubo que hacer una cesárea. Las personas con TEA tendemos a planificarlo todo. Yo había estudiado a fondo todas las hipótesis, pero aquel día se me rompieron los esquemas”. La diferencia entre lo programado y lo vivido es la gran falla del autismo, una sima a rellenar a diario porque los aquejados por ese trastorno solo se sienten seguros cuando pisan el terreno firme de lo consabido, lo planificado.

Los aquejados por el autismo solo se sienten seguros cuando pisan el terreno firme de lo consabido, lo planificado.

Licenciada en Humanidades y Comunicación e intelectualmente superdotada, Regina tiene asperger, la versión más amistosa —si se puede hablar así— del autismo, y es un raro ejemplo de mujer que en esas condiciones asume la responsabilidad de la maternidad. La tibieza o frialdad presentes en sus declaraciones no pueden ser interpretadas desde nuestro código convencional porque bajo esa aparente indiferencia late, a no dudar, un amor tan silencioso como auténtico. “La experiencia con esta niña está siendo grata, pero el desconcierto ha continuado después del parto. Te dicen que se te va  a acabar la tranquilidad, que ya no vas a poder pegar ojo, y resulta que ella duerme estupendamente. Nunca sale nada como se supone. Me ha costado mucho establecer el vínculo con Olivia. A veces, nosotros somos incapaces de identificar los sentimientos, pero no solo los ajenos, tampoco los propios”.

Alicia en la piscina donde practica natación habitualmente.

—¿Qué es el autismo?

—Un trastorno, un modo diferente de pensar, un modo determinado de gestionar mentalmente la información. Tenemos conexiones cerebrales diferentes, una manera de sentir y expresar sentimientos distinta. Ese trastorno conlleva frustraciones e impotencias que facilitan la aparición de la depresión, la ansiedad, el pánico, fobia social, crisis obsesivo-compulsivas. Yo estuve en depresión crónica desde los 13 años. No era capaz de salir a la calle y, a veces, ni de mi propia habitación. Me rompí.

—¿Hasta qué punto son ustedes diferentes?

—La primera vez que fui a la psicóloga le dije: “Soy diferente”. Ella me contestó: “Todos somos diferentes”. “No, no”, le expliqué. “Digo verdaderamente diferente, rara”. Me he sentido diferente desde los dos años. Recuerdo mi primer día de colegio. Pero aunque mi infancia no fue feliz, mi adolescencia fue terrible. En caída libre.

—¿Comparte la opinión del genio matemático Schovanec cuando dice que la búsqueda de la normalidad desde el autismo conlleva la pérdida de cualidades humanas y que ser normal es bien triste?

—Sí. La búsqueda de la normalidad te obliga a mimetizarte con el modelo convencional y a reprimir tu verdadero yo. Te obligas a no decir lo que piensas, a callar, a no vestir como te gustaría, a no comentar que has leído 20 veces el mismo libro, 100 veces la misma película, que te sabes de memoria todas las matrículas de coche y números de teléfono. En esa lucha agotadora camaleónica, de camuflaje, que libramos para que no nos llamen locos, violentamos nuestra forma de ser.

Alicia con su madre, Paula.

—¿Cómo escapó de las pesadillas y depresiones?

—Cuando me diagnosticaron el síndrome, a los 29 años, y me explicaron lo que me pasaba, fue una gran liberación. De repente, todo encajaba, como en un puzle. Todo lo que quería era que me dijeran qué tenía que hacer para dejar de sufrir.

—¿Su marido tiene también autismo?

—No tiene ningún trastorno, pero es especial. Lo conocí por Internet. No podía ser de otra manera porque la gente me molesta, no la necesito. No me gustar salir a la calle, no salgo a comer fuera ni por mi cumpleaños. Como no capto los dobles sentidos y nadie se había interesado por mí en 30 años, cuando me propuso hacernos amigos le respondí que entonces tendríamos que hacer un trato. Se enfadó. La psicóloga me explicó después que al decirle eso cerraba la puerta a poder ser algo más que amigos. Soy feliz conmigo misma y estoy bien con mi familia, aunque al cabo de unos días necesito alejarme también de ellos y quedarme sola. Mi chico lo entiende.

—¿Cuáles son sus fortalezas y sus debilidades?

—Soy muy tenaz, leal, trabajadora, pragmática, sincera, miro mucho por la gente que quiero. Mi debilidad es el miedo fóbico a todo, y eso que esta es la mejor época de mi vida. Ahora me meto en el cama y mi mente se queda parada. Mi sueño no es otro que no volver a caer en el agujero negro.

Pictogramas con los que ha trabajado intensamente cuatro años. Gracias a este sistema, ha mejorado la evolución de sus rutinas diarias.

Pero el planeta Asperger en el que habitan Regina y otros superdotados —que en nuestros días encuentran trabajo en las multinacionales tecnológicas por sus habilidades matemáticas, su memoria prodigiosa, su capacidad de detección del error en los programas informáticos y de visualización de objetos geométricos complejos, su alto nivel de concentración y esfuerzo— no es el pantano de las lágrimas en el que viven atrapados tantos aquejados del TEA. En contraste con la versión idealizada, benevolente, que ofrecen películas tan celebradas como Rain Man (Barry Levinson, 1988), la gran mayoría de las personas con autismo carece de las genialidades del protagonista del filme y sus vidas son una pelea permanente con los demonios y lagunas que llevan dentro. Aunque no hay dos casos iguales y todos ellos son únicos e irrepetibles, un ser angelical, fascinante y maravilloso puede explotar y comportarse como el personaje de la niña de la película El exorcista si no cuenta con el apoyo adecuado. Hay chicos que deben llevar puesto un casco de bicicleta por si se golpean la cabeza contra las paredes. Muchas familias han pasado por ese infierno.

¿Cómo reaccionar si se cuelga sobre el vacío, tumbado sobre el tendedero de la ropa o el extractor del aire acondicionado; si a la luz de la Luna alarma al vecindario con un vociferante discurso que en realidad es la reproducción exacta en su jerga de los diálogos de una película o el menú completo del último restaurante? ¿Qué quiere comunicar si se despierta de noche en medio de una pesadilla y enciende y apaga la luz 100, 200, 300 veces seguidas; si arroja los platos al suelo y sale corriendo y atraviesa la carretera sin mirar, si agrede a sus padres y hermanos? En el autismo hay que aprender a interpretar las señales y a tratar de entender ese mundo de furias y pánico con una paciencia infinita. Es la manera de rescatar a estos niños perdidos en un desconocido laberinto neuronal.

“Tenemos un modo diferente de pensar, conexiones cerebrales y una manera de sentir y expresar sentimientos diferentes”.

La descodificación del genoma humano ha abierto grandes expectativas. Pero hoy por hoy no hay solución a la vista. Ni tampoco un medicamento específico, pese a que se trabaja intensamente en pos de ese objetivo. De hecho, los investigadores españoles aspiran a fabricar en pastilla un análogo de la vasopresina que podría mejorar el tratamiento. Una de las incógnitas mayores es por qué la prevalencia del autismo es cuatro veces mayor en los hombres que en las mujeres. Aunque se especula con que el trastorno tenga que ver con el cromosoma X —la doble X cromosómica de las mujeres les permitiría cubrir las deficiencias producidas en una de las X sirviéndose de su copia—, no hay respuesta fiable. “Las mujeres somos más difíciles de diagnosticar, sabemos escondernos mejor y durante más tiempo”, señala Regina Cortés. Entre los especialistas predomina la idea de que las mujeres están infradiagnosticadas al respecto.

Alicia esperando al metro y con su madre, Paula, en el autobús. El tesón de ambas, junto a la ayuda de los expertos en autismo, ha mejorado la vida de Alicia.

Ricardo Canal es uno de los promotores del programa de detección precoz que ha conseguido reducir a la mitad la edad de diagnóstico, que en 2003 estaba en 54 meses. En las áreas de Castilla y León donde su programa está implantado, el tiempo medio entre detección y diagnóstico es de dos meses. Un avance capital. La eficacia de los tratamientos es mucho mayor en las edades tempranas, cuando el cerebro humano es más dúctil y moldeable. Las historias de los familiares, como la de Juanjo López y Ana García, de Sant Adrià de Besòs (Barcelona), hablan de un tiempo precioso perdido en el duro peregrinaje por pediatras y médicos a la búsqueda infructuosa de un diagnóstico al que atenerse.

“Al principio observábamos comportamientos raros, pero no le dábamos importancia”, dicen López y García. “Inés no hablaba, no jugaba con nosotros, no mostraba ninguna reacción si se quedaba con mis padres. Solo se interesaba por sacar y meter los tapones de rosca que guardábamos en un recipiente. A los 18 meses nos movilizamos. Fuimos a más de una decena de pediatras, que nos decían que no pasaba nada, hasta que una de ellas nos confirmó que algo no estaba bien. Se nos vino el mundo encima, pero aquella pediatra fue nuestro ángel de la guarda porque nos puso en contacto con Amaia Hervás. Un día, la doctora Hervás se colocó delante de Inés y empezó a hacer pompas de jabón, al tiempo que vocalizaba la palabra: P-O-M-P-A. En una de estas, dejó de hacerlo y al cabo de un rato se produjo el milagro. Inés abrió la boca y dijo ‘pompa’, la primera palabra que pronunciaba en su vida. Nos quedamos blancos. Fue hace tres meses y ahora dice ‘papá’ y ‘mamá’, nos besa, empieza a pedir cosas, dice ‘esto es un plátano’, ‘esto es un osito’, se relaciona con otros niños… Dicen que si continúa progresando de esta manera le darán de alta. La doctora Amaia y su compañera Patricia tienen un don”.

Alicia en su casa.

Directora de la Unidad de Salud Mental Infanto-Juvenil del Hospital Universitario de Terrassa, la psiquiatra Amaia Hervás  alerta de los erróneos diagnósticos esquizofrénicos, psicópatas, trastornos de personalidad que con frecuencia arrastran a las personas con autismo a la medicación intensiva y a los psiquiátricos. “A mucha gente se le considera enferma cuando, en realidad, lo suyo es un problema de autismo. Llevan al médico a los chicos con problemas de conducta y salen de la consulta con un montón de medicamentos sin tener muy en cuenta los efectos secundarios”. Pese a todo, en la sanidad española gana cuerpo la convicción de que la agresividad y las autolesiones en el mundo autista son la punta del iceberg de un gigantesco problema de incomunicación latente que no se resuelve con más y más fármacos. Las manías por ordenarlo todo responderían a la necesidad de poner orden en un mundo, el nuestro, que perciben caótico.

“Mi hijo me preguntó un día: ‘Papá, ¿soy tonto?’. Tuve que sacarle los informes médicos para demostrarle lo contrario”.

“Alex se pasaba las horas clasificando coches por colores, armando las piezas del Lego”, dicen Luz Martínez y Alejandro González, padres de Alex, de 13 años, vecino del Poble Sec, en Barcelona. “Cuando le llevamos a su primera escuela empezó a tener reacciones desproporcionadas, tiraba las cosas, estaba nervioso. Entraba en el colegio a las nueve de la mañana y a los 10 minutos nos lo devolvían o le dejaban dormir allí. Una vez que le metieron en un clase de alumnos ya iniciados en inglés, arrojó el libro al suelo y empezó a saltar sobre él hasta destrozarlo. Hoy es uno de los mejores alumnos también en inglés. Ha llegado a protestar al profesor de matemáticas porque le había puesto un 9,9 de nota cuando creía que su examen merecía el 10. Dar con la escuela adecuada es fundamental. En una ocasión me preguntó: ‘Papá, ¿soy tonto?’. Tuve que sacarle los informes médicos para demostrarle lo contrario. En casa se siente como en el paraíso. Es una gozada, tan cariñoso y preocupado por los demás. Ve en la calle a una persona con problemas y enseguida nos pide que la ayudemos, no puede soportarlo. Si no fuera nuestro hijo, querríamos tenerle igualmente”.

Antes de que empiece la charla con el periodista en la casa de los Agirre en Villabona (Gipuzkoa), Pau, de 18 años, alto, delgado, fuerte, reordena la habitación, retira y recoloca objetos, y enciende unas luces y apaga otras, además de reajustar las piernas de su padre, Patxi, para que queden perfectamente paralelas, simétricas. “No nos permite tener las piernas cruzadas”, constata Paula, la madre. De vez en cuando, Pau murmura: “Muxu, muxu”, (beso, beso) y la abraza y besa con tal intensidad que activa la alerta en su padre y su hermano, Mikel. “A Pau le gusta pegar”, indica Paula. En esas situaciones, le abrazan fuertemente o le golpean amistosamente en el dorso, como si tocaran sobre él la batería. “Es para descargarle de tensión antes de que se ponga más nervioso y explote”, explica Mikel. Por mucho que los padres intenten preservarlos del problema, los hermanos del niño con autismo resultan inevitablemente engullidos en el torbellino de cambios, emociones y tensiones que acarrea el trastorno.

“Debajo de la agresividad hay una incapacidad para controlar el entorno”, explica el prestigioso experto Joaquín Fuentes. “Si tiro un vaso violentamente, puede que vengan a sacarme de la sala, así que lo tiro para que me expulsen. En esos casos, nosotros les ponemos un timbre, como el de los hoteles, para que lo hagan sonar si ya no aguantan más. No viven en una cápsula ni son marcianos. No entienden qué hacen aquí, pero pueden aprender. Desde Atapuerca, estamos programados cerebralmente para sincronizarnos entre nosotros. La primera fase es el placer por la relación a dos: hacer el amor o dar de mamar al niño. En una segunda fase aparece la relación de grupo. Se trata de entender las caras y emociones de los demás —por ejemplo, no le importuno porque está furioso—, imaginar sus deseos y pensamientos. En la tercera fase entra en acción el lenguaje oral y la simbolización, y eso ayuda muchísimo a entendernos. Pues bien, las personas con autismo tienen carencias en la primera, segunda y tercera fases”.

Alicia, en las escaleras del edificio donde vive, preparada para salir de compras con su madre.

La doctora Amaia Hervás incide: “El 15%-20% serán independientes, pero el resto necesitará algún tipo de apoyo, pisos protegidos, ayuda a la incorporación laboral, amparo psicológico…, aunque dos terceras partes poseen un capacidad intelectual normal. Ahora ya hay una población adulta con grandes carencias y necesidades de recursos. Por eso es importante impulsarles a ser lo más autónomos posible, prepararles para cuando sus padres no estén”. Esa es la gran preocupación y obsesión de las familias afectadas. Los estudios suecos sobre mortalidad establecen que las personas con autismo fallecen 16 años antes de la media estadística general y que esa cifra asciende hasta los 30 años en los casos de trastorno con discapacidad intelectual.

“Es importante impulsarles a ser lo más autónomos posibles, prepararles para cuando sus padres ya no estén con ellos”.

El autismo es un bombazo que pone patas arriba los equilibrios anímicos personales y familiares, con la particularidad perversa —campo abonado para la mala conciencia— de que la estabilidad familiar constituye un requisito indispensable para la eficacia del tratamiento. Así y todo, muchas familias se rompen y otras muchas requieren atención psicológica. “Lo primero que desaparecen son los amigos”, constata Paula Guijarro, madre de Alicia, de 16 años, uno de esos casos que demuestran que el a menudo obligado paso por el infierno autista tiene también salida. “Hasta los dos años y pico, Alicia hablaba, cantaba y bailaba. Primero dejó de mirar, luego empezó con las ecolalias, esas frases repetitivas como ‘corre, corre que te pillo’; al final dejó de verbalizar y de responder por su nombre. Hacer puzles se convirtió en tal obsesión que tuvimos que prohibírselos. Después empezó la etapa de los chillidos, los llantos, las carreras sin ton ni son, las rabietas, el arrojar los peluches al fuego de la cocina… No dormía, ni dormíamos. Intentamos evitar sitios con gente porque Alicia tenía hiperacusia, sentía el ruido de un excavadora a kilómetros, no podía soportar el ruido de un semáforo, del teléfono, de la bocina de un coche… Cogió pánico a los pasos de cebra amarillos, solo podíamos pasar por los blancos”.

Paula Guijarro llegó a pensar que estaba loca y que esa hija suya que hablaba, reía y bailaba solo había existido en su imaginación. Tuvo que aprender a mirarla de otra manera, a ponerse en su lugar, a aceptarla como es y a arrinconar los proyectos y sueños que había proyectado sobre ella. Dice que después de cuatro años trabajando intensamente con los pictogramas (dibujos y símbolos que les muestran los pasos a dar; así, un coche, una tienda y un objeto les hacen ver que van a coger el coche y que van a ir a comprar ese objeto) y con las técnicas de tratamiento de los expertos ha empezado a saborear la vida. “Si quería que le comprara una de esas miniaturas que le encantan, le explicaba que antes teníamos que atravesar el paso de cebra de rayas amarillas. Se ponía a gritar, claro, pero después de hacer ese recorrido un día y otro, el pánico iba cediendo, cada vez lo soportaba mejor. Lo mismo en los grandes almacenes. Primero se trataba de aguantar sus chillidos durante un minuto, sus chillidos y las miradas terribles de la gente; al día siguiente había que llegar a los dos minutos, y así progresivamente”. Guijarro dice que su hija viaja hoy sin problemas y que nadie percibe su condición de TEA. “Estoy en el mejor momento de una madre, disfrutando de ella y tan adaptada a su personalidad que hasta me molestan los niños muy charlatanes”.

Es la vida que aflora en medio de la pesadilla laberíntica del autismo, gracias al esfuerzo no solo de los padres, de los profesionales médicos y de las asociaciones, el gran asidero de las familias, sino también, especialmente, del tesón de los propios afectados por el autismo. Son ellos, al final, los que ganan sus batallas, los que salen de la incomprensión, el rechazo y la angustia.

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