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Columna
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No recuerdo tu nombre

NO CONSIGO acordarme de tu nombre ni de tu rostro, y sin embargo el recuerdo de nuestra amistad cuando éramos niños, en Trípoli, sigue tan vívido hoy para mí como la vista desde esta ventana ante la que me siento cuarenta y tantos años más tarde y en un país distinto. Resulta extraño que, en un momento dado, sea capaz de rememorar multitud de detalles e impresiones. Por ejemplo, recuerdo con claridad los rasgos de tu presencia, la alianza que formábamos y la silenciosa confianza que ésta inspiraba en nosotros, como si nos hubiéramos encontrado, localizado o reconocido finalmente en un mundo de variedad infinita y fracturada, donde no es probable que dos entidades distintas lleguen a compenetrarse nunca.

En aquel entonces, ¿te acuerdas?, soñabas con convertirte en poeta. Y con los rostros alzados, entonábamos el himno nacional tan a pleno pulmón.

 Recuerdo tu timidez, la forma en que me mirabas cuando no estabas seguro de tener la respuesta correcta. Por alguna razón, dejabas a menudo que fuera yo quien tomara las decisiones, y eso siempre me sorprendía; es posible que tú no lo supieras. Y yo nunca sabía por qué lo hacías; al fin y al cabo, teníamos la misma edad, una altura media parecida, éramos igual de flacos y a ambos se nos daban fatal las peleas. Recuerdo también tu tranquila y educada resistencia ante el ritual matutino, cuando, demasiado temprano, antes incluso de que el cielo se iluminara del todo, teníamos que formar en filas sobre la tierra color mostaza del patio, con la cabeza bien alta, como se nos había ordenado, mirando hacia la nueva bandera. Ésta se había cambiado cuando Gadafi decidió que Libia solo tendría un color, el verde oscuro; “el color aterrador que tiene el mar en lo más profundo”, era como tú lo describías. En aquel entonces, ¿te acuerdas?, soñabas con convertirte en poeta. Y con los rostros alzados, entonábamos el himno nacional tan a pleno pulmón como era humanamente posible.

Nuestra escuela, como todo lo demás en nuestra ciudad, estaba cerca del mar, y a aquella hora de la mañana, antes de que el sol lo conquistara todo, el cielo parecía preñado de humedad. También nosotros la notábamos en la nuca, los hombros y las rodillas desnudas. Siempre he desconfiado de las banderas: de su cariz tajante, de su certeza, de su monótona insistencia. Si se iza cualquier bandera lo bastante alto en un asta, luzca el color y los símbolos que luzca, la brisa más leve la hará ondear. ¿Recuerdas la sombra que proyectaba, cerca de nuestros pies, cuando el sol naciente iniciaba su ascenso? Quizá fue entonces cuando se gestó mi falta de entusiasmo por las banderas. Ahora me parece que el orgullo, o lo que fuera que a veces nos emocionaba durante aquellas mañanas, tenía menos que ver con cualquier sentimiento patriótico que con el simple deseo de presenciar el viento; la forma en que la bandera lo volvía momentáneamente visible, y el entusiasmo que despertaba incluso en nuestros jovencísimos espíritus, y que abrigo todavía, por la naturaleza y el descubrimiento.

Recuerdo cuánto te emocionaste cuando se descubrió que eras tan corto de vista como yo. Una mañana, en el patio, te volviste hacia donde yo me hallaba y, lo bastante alto para que lo oyera la escuela entera, exclamaste: “Ya solo nos queda un día más”, y formaste un círculo ante cada ojo con los dedos. Poco después, mi familia tuvo que huir del país y nunca volvimos a vernos. Me pregunto qué sería de ti. A lo mejor sí llegaste a convertirte en poeta, en uno de esos a los que uno lee de vez en cuando en el periódico. Quizá te haya leído sin saberlo siquiera.

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