Personas como palomas
Las palomas han pasado de simbolizar la paz a evocar la dureza de la convivencia en las urbes
En muchas ciudades del mundo cuesta recordar que la paloma sea el símbolo de la paz. No es nada nuevo, tal vez lo novedoso es que nos hayamos acostumbrado a convivir con palomas mutiladas. Y que, sin embargo, las sigamos dibujando blancas cuando las urbanas son grises. A lo mejor era eso, la paloma blanca va a terminar siendo como el mirlo blanco, algo que no existe.
En un libro demoledor, que retrata la vida en el Soho londinense como escenario de la infelicidad de una mujer dedicada al cuidado de sus hijos, la desaparecida escritora Verity Bargate describió el momento en que se dio cuenta de que todas las palomas que veía por la calle estaban mutiladas. Sucede en la novela No, mamá, no, una obra pionera sobre la parte menos idílica de la relación madre-hijo y, sobre todo, sobre el deterioro de la convivencia marital, ahora rescatada por la editorial Alba. Bargate escribió: “Atravesé Trafalgar Square para echar la carta al correo, pues entonces todavía se podían franquear cartas después del mediodía del sábado, y de camino a casa me detuve a observar a las palomas. Cuando nos mudamos allí veía continuamente una paloma con las patas terriblemente deformadas; me causaba el tipo de placer que a veces siente la gente cuando un perro desconocido se le acerca meneando la cola, esa sensación de “no puedo ser tan malo, fijaos cómo ha reaccionado este perro”, imaginando en mi ingenuidad y arrogancia que esa paloma concreta me seguía. Después, naturalmente, me entré de que casi ninguna paloma de Londres tiene dedos en las patas, apenas unos muñones nudosos donde deberían estar las patas. Creo que es por culpa de una cosa que ponen en los alféizares de las ventanas para que no se acerquen, pero que, al parecer, solo hace desaparecer sus patas”. Bargate publicó No, mamá, no –la primera de sus tres novelas- tres años antes de morir en 1981.
Vaya por delante que a mí también me molestan las palomas. Con bastante frecuencia tengo que limpiar los alféizares de las ventanas que dan a la calle. Y no lo hago silbando de alegría. Sé que son un peligro para la salud, como tanto de lo que comemos y mucho de lo que bebemos y como el combustible de los coches que usamos, pero me parece relevante que la visión de las palomas mutiladas haya dejado de escandalizarnos. Fíjense en el pago que hemos recibido. Tras dejar de ver la mutilación en las palomas, los ciudadanos hemos sido expulsados de los alféizares, los bordillos y los escalones donde nos sentábamos a descansar, a dejar pasar la tormenta o a jugar con un niño. Con las calles del mundo blindándose con bolardos y los alféizares llenos de pinchos, ¿no podríamos encontrar otra manera de molestarnos menos los unos a los otros?
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