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Columna
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La vanguardia futbolística del peinado

Manuel Rivas

CREO QUE TODO empezó con Beckham. Con David Beckham. De él hizo George Best, acaso el mejor entre los mejores, un retrato demoledor: “No puede rematar con la zurda. No puede rematar con la cabeza. No entra a robar balones, y no marca muchos goles. Aparte de eso, está bien”. Sí que estaba bien. El campo de fútbol, con él, comenzó a parecer una pasarela. A ­Beckham, por la figura, se le comparaba con un artista. Pero una cosa es ser un galán vestido de futbolista y otra diferente hacer arte con el balón. Hay otra frase irónica de Best: “Si el fútbol es arte, entonces soy un artista”.

Yo tampoco sé si el fútbol puede ser definido como arte, pero sí que estoy seguro de que el irlandés Best era un artista. Tenía ideas en la cabeza, ponía todo el cuerpo en vilo, y conseguía transmitirlas hasta la punta de los dos pies. Así que creaba energías y simetrías que desafiaban a la vez la vulgaridad y la gravedad. Era bajito y de apariencia endeble. De adolescente, no lo quisieron ni en el equipo de su barrio, en Belfast. Hasta que empezó a galopar por la banda con su melena larga y todo Old Trafford, en Mánchester, se quedó con la boca abierta. Su melena era una excepción en el campo. Eran los cantantes y bandas de rock quienes marcaban las tendencias, como en el XIX habían sido los poetas románticos.

No voy a decir que un gol tenga el valor de A Hard Day’s Night, pero algo había en común en la forma de jugar Best y tocar The Beatles. Best era una excepción, sí. Como lo había sido, a su manera, el vigués Pahiño, otro auténtico artista, estrella del Madrid en tiempos duros (1948-1953), a quien el principal diario del régimen, el Arriba, crucificó con un titular: “¡Qué se puede esperar de un jugador que lee a Tolstói y a Dostoievski!”. Eso era tirar a dar. Cuando leo a Dostoievski, pienso en Pahiño, en su forma a la vez apasionada y sutil de golpear la esfera. Y en cómo le complicaron la vida por pensar libremente.

Ahora son los futbolistas los que marcan la tendencia estética. El peinado, los tatuajes, la ropa, las zapatillas. Ni poetas, ni músicos, ni artistas de cine.

Ahora son los futbolistas los que marcan la tendencia estética. El peinado, los tatuajes, la ropa, las zapatillas. Ni poetas, ni músicos, ni artistas de cine. Aunque lo sueñen, seguro que muchos chavales ven muy difícil o imposible jugar donde ellos juegan, pero por lo menos llevan la misma cresta. Los peinados son cada vez más originales y atrevidos. Los futbolistas, en este sentido, han cambiado el paisaje humano, son una vanguardia botánica que se democratiza por las cumbres capilares del mundo. Es una pena que el fútbol femenino siga casi invisible; su emersión, eso sí que sería una revolución estética y social.

Lo que me llama la atención es que los futbolistas de hoy, en los partidos históricos, que son todos, siempre terminen el encuentro con el peinado impecable. Como si volviesen de la peluquería. Eso no le pasaba ni a Best ni a Pahiño.

Lo mejor que se podría decir del presidente del ­Gobierno, señor Rajoy, es la cualidad que le atribuye Philip Roth a uno de sus personajes en La conjura contra América: “No hay nada para lo que W. W. tenga más talento que para ser él mismo”. Y la prueba es que ningún cómico ha conseguido hasta ahora la naturalidad con que Rajoy imita a Rajoy. Podría intentar parecerse a Harold Macmillan, el premier conservador británico que gobernó con acierto años de bienestar, los “alegres” sesenta, con mano tendida a la oposición y los sindi­catos. Su lema era: “La reflexión calmada y tranquila desenreda todos los nudos”. Y ahí, a la hora de desenredar los nudos, se acaba todo el parecido.

En una carta a George Sand, Flaubert responde que el bien y el mal existen dentro de cada persona y que lo importante es “la nuance”, el matiz. Eso, el matiz, es lo primero que queda abolido en la discordia fanática. Una conversación de pub en Dublín, en la que tomaban parte protestantes y católicos, fue derivando en disputa político-religiosa. Había un hombre en silencio, sin pronunciarse, y las dos facciones acabaron fijándose en él. Tenía que mojarse. Nada de matices.

—¡Es que yo soy judío! —exclamó el interpelado.

Uno de los otros le espetó con contundencia histórica:

—Sí, ya. Pero ¿judío católico o judío protestante?

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