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El acento
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Pasaporte a Cataluña

Joan Tardá dejó claro en el Congreso que los suyos dejan España hastiados de la corrupción y que aspiran a la patria perfecta, al nacimiento de un paraíso encontrado

Joan Tardá el jueves pasado en el Congreso.
Joan Tardá el jueves pasado en el Congreso.ULY MARTÍN (EL PAÍS)

Una de las iniciativas más insólitas del independentismo contemporáneo sobrevino en Canadá durante la II Guerra Mundial. No por la obstinación de Quebec en su espiral referendaria, sino porque Holanda declaró independiente un ala del hospital de Ottawa donde estaba a punto de parir la futura reina Juliana. Sucedió la epifanía en el caos geopolítico del propio trauma bélico. Y se instrumentó la fórmula de urgencia porque la única manera de reconocer la legitimidad del linaje naranja consistía en la autodeterminación de la sección de parturientas. Juliana tenía que alumbrar a la princesa Margarita en territorio holandés. De otro modo, los derechos dinásticos del nasciturus se malograrían en el exilio trasatlántico.

El episodio llegó al conocimiento del escritor británico T. E. B. Clarke y le sirvió de pretexto para concebir el guion de una película, Pasaporte a Pimlico (1949), entre cuyas distopías y moralejas propone el peligro del independentismo artificial y la facilidad, el oportunismo, la temeridad con que puede cultivarse una ilusión colectiva en contextos de crisis o desasosiego. De hecho, la comedia en cuestión, tan popular en Reino Unido como desconocida en España, plantea la declaración unilateral de independencia de un barrio de Londres en tiempos de Churchill después de haberse encontrado accidentalmente entre los escombros londinenses una serie de pruebas de acuerdo con las cuales el arrabal de Pimlico constituye un apéndice del reino de Borgoña desde el siglo XV.

Tanto sorprende la noticia que hasta el policía local P. C. Spiller descubre una insospechada identidad en los rigores de la posguerra londinense: “¡Soy extranjero!”, la misma euforia con que los vecinos celebran la soberanía del miniestado frente a las restricciones de los excompatriotas: ni cartilla de racionamiento, ni depresión económica, ni burocracia, ni duelo, ni obediencia al rey Jorge VI.

No siendo londinenses, ni británicos, los vecinos de Pimlico creen haber descubierto una pureza desconocida. La misma pureza que fomenta el soberanismo catalán desde los presupuestos fundacionales y que expuso Joan Tardá en la sesión parlamentaria de la Gürtel: se van de España hastiados de la corrupción, aspiran a la patria perfecta, al nacimiento de una nación y al placebo de un paraíso encontrado, donde reina la paz y el amor, y donde se inaugura el Estado ideal, como creían a los vecinos de Pimlico. El problema es que la independencia termina aislando a los “borgoñeses”; económica, política y hasta sentimentalmente. Los furibundos separatistas de Pimlico se estremecen cuando las campanas del Big Ben repican en la distancia. Añoran los cuervos de la Torre de Londres y la mecedora fluvial del Támesis.

Interviene entonces la sensatez de la señora Pemberton, interpretada por Barbara Murray, para desengañarse del delirio identitario y a remitirle un mensaje de carambola a la endogamia de Puigdemont: “Siempre hemos sido ingleses, y siempre seremos ingleses. Y la razón por la que reivindicamos nuestro derecho a ser de Borgoña es precisamente porque somos ingleses”.

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