Rosario Porto: “Nadie lloró como yo por Asunta”
Asunta Yong Fang fue la primera niña adoptada en China que se vio paseando de la mano de sus padres por las calles de piedra de Santiago de Compostela. Llegó cuando apenas contaba un año. Fuerte y de energía desbordante, a los 12 años destacaba por su inteligencia y sus habilidades con el violín y el ballet. Asunta murió asfixiada con un objeto blando y en su cuerpo, encontrado el 22 de septiembre de 2013 en una pista forestal del municipio coruñés de Teo, se detectó una dosis tóxica de ansiolíticos. Los indicios y algunas contradicciones condujeron a la condena de sus padres por un jurado popular.
Han transcurrido casi cuatros años del crimen, pero esta tarde la voz de Rosario Porto suena al borde del llanto al otro lado del teléfono. Llevaba “mucho tiempo”, dice, preparando su forma de quitarse la vida. “Era muy consciente de lo que hacía. Las personas responsables maduramos esas cosas de manera demasiado seria y civilizada”. El pasado 24 de febrero, esta abogada condenada a 18 años de prisión junto a su exmarido, Alfonso Basterra, por el asesinato de su hija, Asunta, intentó suicidarse en la cárcel coruñesa de Teixeiro. A su medicación diaria le fue racionando pastillas hasta reunir “entre 140 y 160” que ingirió de golpe. Los médicos la devolvieron a esta vida cuando prácticamente había cruzado el umbral. Pero ella percibe que en su salvación hubo algo más: “Tengo la sensación, y suena un poco esotérico, de que no me querían del otro lado y me mandaron de vuelta a este las tres personas que más quiero para hacer algo que está pendiente de hacer”.
Las tres personas a las que la reclusa se refiere son su hija y sus padres. Los abuelos de la niña —el abogado Francisco Porto y la profesora universitaria María del Socorro Ortega—, con los que Asunta mantenía una excelente relación, fallecieron repentinamente con medio año de diferencia en 2011 y 2012, meses antes del suceso que conmocionó a España.
Sobre Porto pesan cuatro sentencias. Un año y 10 meses después del veredicto del jurado popular, al que se sumaron más tarde los del Tribunal Superior de Justicia de Galicia, el Tribunal Supremo y el rechazo del recurso de amparo por parte del Tribunal Constitucional, esta abogada, sometida al juicio paralelo de la calle, sigue negando los hechos. Mientras su letrado, José Luis Gutiérrez Aranguren, se dispone a llevar el caso al Tribunal Europeo de Derechos Humanos, ella insiste en su inocencia: “Mi mayor interés en la vida es que se encuentre a quien lo hizo”.
“Es de lo que más me atormenta aquí dentro. ¿Sería alguien cercano? ¿Alguien lejano? Ojalá tuviera una sospecha”.
La depresión severa ha marcado la vida de Rosario Porto Ortega (Santiago de Compostela, 1969). Y como consecuencia, el consumo pautado de ansiolíticos. En junio de 2013, dos meses antes del crimen, fue internada por un lupus, motivo por el que recayó en la depresión. Durante el juicio, los psiquiatras determinaron que “era plenamente responsable de sus actos” y que la sintomatología no era tan intensa como para interferir en la comprensión del bien y el mal. Porto repite, una y otra vez, que ni drogó —con unos 27 comprimidos de Orfidal— a su pequeña, ni la asfixió, ni abandonó su cuerpo en una pista forestal. Por más “vueltas y vueltas” que le da, no encuentra un sospechoso al que señalar. “Es uno de los temas que más me atormentan aquí dentro, ¿sería alguien cercano, sería alguien lejano? ¿Por qué esas aparentes pruebas que yo calculo que son un cúmulo de malas casualidades o una cierta intención de hacer parecer cosas que no son? ¡Ojalá tuviese una sospecha!”.
La madre de Asunta está en la cárcel de A Lama (Pontevedra), a la que fue trasladada tras el intento de suicidio. La Secretaría General de Instituciones Penitenciarias denegó el pasado junio a El País Semanal la posibilidad de entrevistarla en la prisión, tras “estudiar las circunstancias que concurren” en el caso. Días después, la reclusa solicitó la visita de la redactora a título personal, como si se tratase de un familiar o un amigo, y también la respuesta volvió a ser negativa, por “razones de seguridad y buen orden del establecimiento”.
Para poder hablar con ella, al igual que ya se hizo cuando se grabó la serie sobre el suceso que emitió Antena 3, se acudió al despacho coruñés de su abogado, José Luis Gutiérrez Aranguren. Porto, como cualquier interno con prisión comunicada, tiene derecho a realizar varias llamadas semanales de menos de cinco minutos a unos números predeterminados. Son llamadas medidas con un contador. El lunes 10 de julio, un día antes de cumplir 48 años, la condenada por la muerte de su niña telefonea hasta cinco veces; en total, unos 22 minutos.
Responde en voz muy baja, pero parece tener claras las respuestas. “Hubo algún momento”, apenas un fogonazo, en que a Porto se le pasó por la cabeza que el asesino pudiera ser su exmarido, condenado a la misma pena como coautor de un plan premeditado y ejecutado de forma gradual. Pero esta tarde no concibe ninguna sospecha sobre Basterra, con el que había roto su relación, por una infidelidad de ella, ocho meses antes de morir Asunta. “Nunca tuve dudas de lo muchísimo que quería a su hija, porque la quería con locura”, dice, “pero hubo dudas de que…, bueno, el divorcio al principio no fue tan fácil como pareció. Evidentemente, en todo ese maremágnum llegas a pensar…, alguna vez se me ocurrió…, pero al instante lo descartaba por descabellado. Y después de la apertura del sumario fue evidente que no; totalmente imposible”. El último día del juicio, y ante las dudas sobre determinados aspectos de las diligencias que habían ido aflorando durante tres semanas, el fiscal pidió al jurado popular que iba a deliberar sobre la culpabilidad de los acusados que tuviese en cuenta “la humedad ambiente” que impregnaba todo: “Si me levanto por la mañana y veo la calle mojada, ¿es que ha llovido?”. Podrían haber regado las aceras, “pero resulta que también los coches, la marquesina, los geranios de la ventana están mojados”. “Lo que se juzga aquí son las pruebas indiciarias, que van todas en la misma dirección”.
Con sus metáforas sobre la lluvia, el fiscal pretendía poner el dedo en la dosis tóxica de ansiolíticos que reveló el análisis de la sangre de la niña y que figura como la prueba principal. Asunta podría haber ingerido unas 27 pastillas de Orfidal el mismo día de su muerte y las muestras de un mechón de su pelo negro determinaron un consumo de tranquilizantes durante, al menos, los tres últimos meses de su vida. Eso incluía el mes de agosto, que pasó en la playa con su madrina, lejos de sus padres, disfrutando, según declaró la testigo, “del mejor verano de su vida”.
—Usted puso en duda el análisis toxicológico.
—¡Por supuesto! Se habrán equivocado de pelo. Es absurdo. Hubiese tenido síndrome de abstinencia, es todo un sinsentido. Asunta jamás hubiera tomado una medicación sin habérselo preguntado a su madre. Era una niña hiperresponsable. Alfonso, estoy convencida, nunca le dio un Orfidal a su hija. Por descontado yo no lo hice.
—¿Y esos “polvos blancos” que Asunta le contó a una de sus profesoras que usted le daba, y que parece que a usted le había entregado una médico en el portal de su casa? En su pelo no se encontró rastro de ningún antihistamínico para combatir una supuesta alergia.
—Era Sabela (Martínez), la pediatra. Me la encontré en el portal y me preguntó: “¿Qué antihistamínico estás tomando tú para la alergia?”. “Aerius”. “Bueno, pues ya con 12 años, si te parece, dáselo”.
“Mi hija no era un estorbo. Temo el momento de llegar a casa y encontrarme su violín metido en una maleta”.
Contra Porto, además del resultado de los análisis, pesan las contradicciones en los dos relatos que ofreció a la policía sobre la tarde en que desapareció Asunta. La abogada, que en esos días reformaba el piso heredado de sus padres para irse a vivir con la niña, insonorizando una habitación para que tocase su música, contó primero que había dejado a Asunta estudiando en casa y que cuando volvió no estaba. Sin embargo, unas imágenes localizadas por la Guardia Civil en la cámara de una gasolinera mostraban a Asunta en el Mercedes verde de su madre, en el asiento del copiloto, camino de la finca familiar, donde se supone que fue asesinada. Ya entonces se publicó que había cambiado su versión al enterarse por la prensa de la existencia de esas imágenes que las situaban juntas. Se acordó después de que había llevado a la niña en su coche a la finca, pero que la devolvió enseguida a Santiago porque Asunta quería ponerse a estudiar. Durante la conversación telefónica, Porto niega que su abogado le hubiera advertido de los titulares de los periódicos antes de ser llevada ante el mediático juez instructor del caso, el también escritor de novela negra José Antonio Vázquez Taín. “Yo no sabía nada de eso. Antes de ir a declarar traté de rememorar todo lo que hice esa tarde para tratar de ayudar”, cuenta.
Las pruebas contra el padre, sin cuya colaboración se concluyó no hubiera sido posible el crimen, se basan en que fue la persona que adquirió los ansiolíticos (siempre en la misma farmacia) durante aquel último verano y en los días previos a la muerte de la niña. Las profesoras de música de la niña contaron en el juicio que Asunta se había mareado en clase y que se quejó porque en casa le daban una medicación que no necesitaba. Pero el Orfidal era también el medicamento que consumía su exesposa, a razón de dos o tres comprimidos al día.
Otros de los indicios esgrimidos fueron varios cabos de cordel naranja encontrados junto al cadáver y en una papelera del chalé de Teo, a cinco kilómetros de la pista, todos ellos idénticos en composición y color. Pero el laboratorio de la Guardia Civil no encontró ADN de la niña en las cuerdas, ni fue capaz de concluir que todos los cabos, los de la pista forestal y el de la casa, perteneciesen a la misma bobina. Sobre la contaminación de la camiseta de la niña con semen, que resultó ser de un imputado colombiano ajeno a la causa y acusado de violación, supuestamente durante el análisis que se llevó a cabo en Madrid, el laboratorio de criminalística nunca se responsabilizó.
El asesinato que segó la prometedora vida de Asunta es un crimen resuelto por pruebas indiciarias. Muchos condenados niegan hasta su muerte haber asesinado y algunos además están convencidos de no haberlo hecho. En otras investigaciones también existen lagunas insondables o piezas del puzle que no encajan, pero lo que hace tan especial el caso Asunta es que fue retransmitido prácticamente en directo por los medios de comunicación. Su asesinato se convirtió en una desgracia colectiva. Las imágenes de la madre, que fue detenida en el velatorio, recorriendo al trote durante un registro los pocos metros que separaban su piso del coche policial bajo los gritos de “asesina”, o las cámaras siguiendo en directo su declaración ante el juez a través de una ventana, abrían los informativos y programas del corazón donde los tertulianos habituales sentenciaban a los acusados. Materia para el fuego no faltaba. Hubo filtraciones interesadas sobre un supuesto testamento que declaraba a la niña heredera de las propiedades de sus abuelos maternos, un psiquiatra que faltó a su deontología profesional por dificultades económicas y fabulaciones alentadas por el propio fiscal en torno a unas fotos de la niña que se encontraron en el ordenador del padre. Asunta, maquillada y con medias de rejilla, acababa de regresar del festival de música del colegio, en el que todas las niñas llevaban el mismo disfraz.
Ni Porto ni Basterra han confesado, ni se ha encontrado un móvil que justifique lo ocurrido. “¿En qué cabeza cabe que, con todo lo que hay contra la madre, el padre no se rebele?”, preguntó el fiscal durante el juicio. Los testigos aseguran que adoraban a la víctima. “Te querré siempre”, dice la esquela que todos los años pone Porto para su hija en la prensa.
—Para cualquier padre, el peor dolor es la muerte de un hijo.
—Imagínese si además te acusan de haberlo matado. Primero por un testamento, luego por un amante, después porque me estorbaba. Mi hija no era un estorbo. Temo el momento de llegar a casa y encontrarme su violín metido en una maleta. Cuando hicimos proselitismo a favor de la adopción internacional, algunos periodistas me recordaban que Angelina Jolie y Madonna también habían adoptado, y preguntaban si estaba de moda. Yo respondía que por moda me compraba un par de botas de 200 euros, que las metía en mi vestidor, pero (unas botas) ni lloraban, ni amaban, ni me generaban emociones y sentimientos. Asunta no me molestaba en absoluto, era el centro de mi vida.
—¿Y cómo se imagina esa vida cuando salga en libertad?
—No me la imagino [solloza]. Me ha costado tanto asimilar que no estaba. Esa ha sido mi batalla aquí dentro. Me solía repetir una frase: “Por ausencia de proyecto no conviertas a tu hijo en tu proyecto de vida”. Asunta era una parte muy importante de mi proyecto de vida y ahora no está. No está y, es más, no sé por qué o por quién, por qué se han hecho tan mal las cosas. Nadie lloró como yo por Asunta. Me convenzo todos los días de que tengo que seguir viva para encontrar a quien lo hizo, aunque eso no me la devuelva.
Lo cierto es que los padres no supieron dar respuesta convincente a muchas preguntas clave. Yong Fang, el nombre chino que conservó Asunta cuando fue adoptada, significa “aroma eterno”. El aroma eterno de la duda. O el de unos indicios que los señalan de lleno y el de incontables verdades sesgadas y mentiras que prosperaron en la calle. Rosario Porto y Alfonso Basterra podrían disfrutar de permisos penitenciarios dentro de tres años, pero en la gente persiste el rencor.
—Trato de no enloquecer con toda esta situación. Es complejo, y me exige un serio esfuerzo diario para no perder ni la salud física ni la mental, para no desorientarme del objetivo que me guía. No puedo fallarle a Asunta, ni fallarme a mí misma ni a todos los que me han apoyado. No han sido muchos, pero sí los mejores.
—En el imaginario colectivo se han quedado clavadas unas cuantas frases sueltas. ¿Por qué en los calabozos de A Coruña, cuando fue grabada de forma que luego se declaró ilegal la conversación entre usted y su exmarido, le reprochaba a Basterra: “Tu imaginación calenturienta nos puede jugar malas pasadas”?
—Lo de la imaginación calenturienta era porque Asunta y yo…, bueno, los mosquitos no eran nuestros amigos, y entonces los matábamos con un cojín, o con una almohada. Cuando nos divorciamos, Alfonso no encajó bien las cosas y me envió una serie de correos que no tenían ni pies ni cabeza y que yo guardé. En alguno de ellos, Alfonso nos dice a las dos: ‘Podéis venir y ahogarme con un cojín, que no quiero seguir viviendo”. La comunicación llega a su fin.
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