Arquitectura que no entra por los ojos
Las emergencias destapan lo que no veíamos: el uso fraudulento de materiales y también la perversión en la asignación de tantas llamadas viviendas sociales
La letra pequeña de los supermercados es el oráculo de nuestros días. A pesar de impulsar lo que necesitan vender o lo que más provecho genera –son un negocio, no una ONG- está en su naturaleza escuchar al usuario, no sólo ilusionarlo. Por eso una cadena de supermercados que funciona tiene una ideología de quita y pon. Cuando decide prescindir de las bolsas de plástico, incluso cobrarlas, no vender productos con aceite de palma, no ofrecer cosméticos que contengan parabenos, retirar las bandejas de porexpán y dejar que los clientes compren las frutas, el pollo o el queso a granel está invirtiendo en publicidad. Está transmitiendo que está escuchando al público y, en realidad, está dejando constancia de las pequeñas batallas que desea zanjar. Son pequeñas porque de la misma manera que ahora retira el porexpán atendiendo a nuestra demanda, comenzó a utilizarlo para que pudiéramos comprar más rápido, sin necesidad de hacer cola para que nos atendiera un encargado de la frutería. Aquellas prisas también eran nuestra demanda.
Así las pequeñas batallas tienen poca memoria y sirven para defender una cosa y su contrario no porque rectificar sea de sabios sino porque, eso lo sabemos, el cliente siempre tiene razón. Sin embargo, también sabemos que la guerra contra nuestro estilo de vida no se libra tanto en los supermercados como en las granjas ganaderas y en los campos de cultivo. La industrialización de la agricultura no sólo ha afectado al paisaje, también ha descontrolado nuestra alimentación. Cuando comemos carne, comemos también lo que ese animal ha comido. Cuando nos metemos en la boca una cereza, chupamos los pesticidas que quienes las cultivan han decidido utilizar. En la cadena alimentaria urbana occidental lo más importante de los alimentos es invisible a los ojos y, sin embargo, seguimos comprando con los ojos. ¿Sucede lo mismo con la arquitectura?
El pasado junio, en Londres, el incendio de Grenfell, la torre de 24 plantas de vivienda social en la que el revestimiento facilitó la combustión de un fuego en el que fallecieron más de 80 personas, puso de relieve lo que nuestras casas necesitan para estar bien, no para que parezca que están bien: decencia. Tras el incendio, el fabricante del revestimiento de la fachada, la empresa Arconic, anunció que dejaba de suministrar y fabricar el material. Sólo que este ya está en las fachadas de muchos de los 600 rascacielos de la capital. Con todo, ni la noticia, ni la retirada del material –y la consecuente admisión de culpabilidad de la empresa- tuvieron mucho eco en los diarios. Nada comparable con un fichaje de verano.
El problema empieza justo ahí: ya ni siquiera los trabajadores pueden permitirse vivir en las casas que se hicieron para ellos
Sin embargo, la clave la había adelantado una de las fallecidas, una arquitecta italiana, cuando explicó a sus familiares que se instalaba en uno de los pisos más altos de la torre Grenfell, atraída por las hermosas vistas y por los precios asequibles. Era sin duda una visión desprejuiciada y lógica. Sin embargo, contenía la clave del problema de fondo detrás de la codicia de Grenfell, los precios no debían ser asequibles para un profesional liberal, debían serlo para un obrero. ¿Es esa la razón por la que los revestimientos eran nocivos?
Bloques de viviendas sociales parecidos a Grenfell hay por todo Londres mezclados con las viviendas victorianas y georgianas de cualquier barrio. Nacieron para acoger a trabajadores con menos recursos y con la sabia idea (pre Thatcheriana) de mezclar a la población en las calles. En 1985 viví en una de ellas, Taplow, en Swiss Cottage, alquilándole una habitación a un jardinero. El problema empieza justo ahí: ya ni siquiera los trabajadores pueden permitirse vivir en las casas que se hicieron para ellos. Puede que sea aventurado pensar que como las torres tenían un presupuesto reducido se relajaron los controles de seguridad. Lo hemos visto antes en España con la aluminosis: la codicia es interclasista. Hemos visto también que la pintura que todo lo cubre puede ser ignífuga o propagar un fuego. Lo mismo sucede con los aislamientos y con todos los materiales constructivos. Lo lógico sería que no nos acordáramos de este peligro solo tras un incendio.
Muchas de las reformas y restauraciones que se hicieron en Madrid en los años 90 corrompieron edificios centenarios (corralas mayoritariamente) al emplear hormigón armado para fortalecer estructuras de madera. Lo que siglos no habían destruido ha quedado destrozado en décadas. El largo plazo de la arquitectura no es sólo una cuestión estilística. Es, sobre todo, un asunto tanto de resistencia como de educación. El mantenimiento más necesario no se da en las fachadas. Se da en las instalaciones. Antes de maquillarse uno haría bien en tratar de curarse. Y aunque hay maquillajes que animan, no hay lápiz de ojos capaz de camuflar el desamor. Cuando uno descuida los desconchones de su casa y deja de reparar lo que no funciona esa dejadez se contagia. Y lo mismo ocurre con las ciudades. El civismo básico de tirar los papeles a la papelera o de no dejar restos de globos, o botellas como regalo a un ayuntamiento que permite celebrar fiestas en un parque público, acaba afectando a la convivencia. Y la ciudad incívica, complicada y sucia arrastra a sus ciudadanos como un río cargado de agua potente y limpia que nada consigue frenar.
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