La clave del malestar
EN SU ÚLTIMA visita a España, el presidente argentino estuvo a punto de cometer un error fatal. Ocurrió en la cena de gala ofrecida por los Reyes. En su turno, Mauricio Macri inició el brindis: “Levantemos la copa y brindemos por el reino de España…”. Pero, qué horror, ¡lo que estaba levantando era la copa de agua! Fue la reina Letizia, en una profesional intervención de realismo mágico, quien transmutó agua en champán y evitó así una catástrofe cómica y cósmica.
¿Por qué trae mala suerte el brindar con agua? No era el caso del señor Macri, claro, pero ahora hay movimientos contestatarios que desafían el tabú. Y así lo han hecho, por ejemplo, científicos afectados por los recortes en los programas de investigación. Que sea un científico el que asuma el riesgo ofrece ciertas garantías. Pero siempre podrían hacerlo con el vino blanco de Betanzos, al que se le atribuye la imaginación de tener un grado menos de alcohol que el agua.
Las formalidades cumplen un papel preventivo en la diplomacia oficial y en la vida cotidiana. También son útiles para detectar la calidad de los hipócritas y la habilidad de algunos para la descortesía. No es fácil sustraerse a una mano tendida, pero hay verdaderos expertos en dar la mano sin dar la mano. Notas que lo que estrechas no es una mano, sino un espectro manual, una mano de segunda mano.
Lo que parece más complicado es eludir cara a cara el ofrecimiento de un brindis, salvo que se pretenda lo que el maestro Caneda definió como “apertura de hostilidades”. De ahí procede, en la historia moderna de la hostilidad, el tabú del brindis con agua. El llamado “brindis zarista”. Al término de cada banquete, en el palacio imperial, el zar podía hacer dos cosas. Brindar con vino por, pongamos, Popov. Y entonces Popov correspondía y sonreía entre aplausos. O brindar con agua por, pongamos, otra vez, Popov. Y entonces se hacía el silencio, Popov salía del salón y, en el exterior, se oía un disparo.
Decía Jean-Paul Sartre que “las cosas son exactamente lo que parecen ser”.
Hoy, en nuestro entorno, el “brindis zarista” sería nomás una metáfora. Pero hay demasiadas metáforas y demasiados popovs. Decía Jean-Paul Sartre que “las cosas son exactamente lo que parecen ser”. Un punto de vista que ayudó al matemático Perelman a resolver el gran enigma de la conjetura de Poincaré y que vendría a resultar, disculpen la simpleza, en que si algo “está” esférico es que “es” una auténtica esfera. Me gustaría enunciar con la misma naturalidad esa conjetura para nuestra sociedad política: Si España “está” democrática, “es” una auténtica democracia. Pero ¿hasta qué punto “estamos” democráticos?
Una comisión del Congreso acaba de aprobar un dictamen con una conclusión gravísima: confirmar la existencia de una “policía política”, partidista. Y te sacude la sensación de que estamos al borde de una fase de democracia de “segunda mano”, algo más que una hipótesis diletante, cuando oyes el relato heroico del comisario Barrado en el documental Las cloacas de Interior: “El sistema está tan corrupto que expulsa a los decentes”. Es decir, el brindis zarista.
Dentro de la pandemia global del gran retroceso, España no es Polonia ni Hungría. La política puede ser de “segunda mano”, pero desmerece de un ecosistema social abierto, ético y solidario que nada tiene que ver con el decrépito esperpento. Si rastreamos esperanza, la encontramos. La maltratada política alternativa ha hecho posible acuerdos para recuperar la confianza básica como la renovación de RTVE, el pacto para atajar los crímenes machistas o la investigación de la tragedia ferroviaria de Angrois.
Decía Gandhi que debíamos cuidar mucho los pensamientos porque se convierten en palabras y cuidar las palabras porque se convierten en actos. Hay una palabra clave para desencriptar el malestar español. Es, sí, la empatía. Alguien la introdujo en el texto del último discurso de Mariano Rajoy en Cataluña. El presidente la pronunció y luego se la quedó mirando como quien descubre un grillo en el texto: ¿Qué hace aquí este ortóptero? Queriéndolo o no, enunció la mejor salida a esa vieja política que huele a chanchullo, machismo y pólvora de cacería. Pero la empatía, la democracia afectiva, exige coraje, para no tener que lamentarse como aquel payador que cantaba: “Le tengo rabia al silencio por lo mucho que perdí”.
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