Bajo la pregunta “Las mujeres que hablan; ¿gustan o asustan?” Asistimos a uno de los debates en los que salimos mal paradas. A nosotras se nos prefiere dispuestas y entregadas a una causa que, con pico y pala, reventamos nosotras mismas.
José Carlos se llama el chaval.
Seguro que lo han visto. José Carlos es su primo, el vecino del quinto. Su hermano o incluso son ustedes mismos. José Carlos es cualquiera. Estamos tan acostumbrados a José Carlos que este recién aparecido no llama especialmente la atención. Al último José Carlos lo conocimos en Mad In Spain, apuesta de Telecinco de esta temporada para la noche de los domingos. Las mujeres que hablamos de sexo incomodamos a los José Carlos de todo el planeta; él simplemente lo verbalizó. Escucharlo fue escuchar a muchos.
Los hombres tienen la suerte de mear de pie desde niños apuntando el chorro. Desde que nacen se tocan y aprenden cómo estimularse. Llevarse la mano a los genitales está bien visto cuando lo hace un hombre; erigiéndose en un gesto de satisfacción. Si es un niño el que se toca el pito, los padres le ríen la gracia. Si en vez de nacer con esos santos cojones hubiera nacido hembra, no tendría tanta suerte. A nosotras se nos niega hasta que sepamos cómo es nuestra vulva. Mucho más descubrir cómo es nuestra propia sexualidad, ni mucho menos pretender disfrutar con ella. Y jamás nos correremos como describen los hombres que se corren si las mujeres no hablamos de sexo. Porque a todo se aprende. Y aprender implica cuestionarse, analizar, debatir y probar.
Hablar de lo que sea estimula. Pica la curiosidad. Te hace dudar. Hace que desees y dudes. Cualquiera de esos parámetros me interesan, ya sea hablando de trasatlánticos o posturas en la cama. Cada vez que una mujer argumenta odiar, por ejemplo, el fútbol, me da por pensar qué ha traído a mi vida que yo me haya rendido a los pies del deporte estrella en general, del Atlético de Madrid en particular. Abro mi casa para que se llene de amigos en los grandes partidos; yo pongo la casa y la televisión de pago, los invitados el resto. Épicas finales de Champions, emocionantes Copas del Mundo, benditas últimas jornadas de Liga… He visto emocionarse a señores mayores a los que jamás les presupuse un ápice de empatía hacia nada. He llorado en dos finales de Champions abrazada a los hombres de mi vida, ambos madridistas, quienes no dejaban de repetirme: “Esta era vuestra; esta tendríais que haberla ganado”. Me he emocionado con Cholo Simeone despidiéndose del mítico estadio en el que decidí hacerme rojiblanca. Sí, el fútbol tiene mucha mierda. Pero jugar con otros once que sean rivales y a los que respetarás solo por llegar hasta ese momento contigo, no tiene precio. Sin esos once contrarios no hay partido. Y en todos y cada uno de los partidos que hemos visto en mi casa, me he sentido querida por cada uno de mis invitados. He vivido Nochebuenas con mucha más tensión de glúteos… Y de estas últimas no me libro.
Imaginen si en vez de pases gloriosos que acaban en gol hablamos de comidas de entrepierna que se culminan con un orgasmo.
Quiero. E insisto en que ocurra. José Carlos podría venir cuando quisiera a ver un partido en casa a cambio de no quedarle otra que escucharme hablar de sexo con la misma tranquilidad con la que hablo de gastronomía.
Hablo de sexo con absoluta libertad; es mi identidad. Añádanle a eso compartir homonimia con la reencarnación patria de Linda Lovelace. Si no les parece suficientemente bomba de relojería, súmenle que mi identidad sexual ha sido puesta en duda en numerosas ocasiones: Me han presupuesto hombre y mujer transexual. Lo mejor que me ha podido pasar es no haberme llamado Ana Magniani. Para que no me quedara otra que currármelo y el sexo fuera la pieza indispensable de defenderme, reivindicarme y disfrutar de algo que, hasta ahora, parecía que solo podía ser aceptado y recurrente si era un hombre el que lo vivía.
¿Doy miedo? ¡Claro que doy miedo! ¿Y? ¿Alguien cree que me conformaría con cualquiera solo por haber nacido mujer?
Somos repudiadas por tratar el sexo sin necesidad de exagerar y mucho menos de insultar. Lo vivimos y disfrutamos exactamente igual que si hubiéramos nacido con un rabo entre las piernas. Lo hacemos estemos donde estemos. Y lo que aún incomoda más, estemos con quién estemos. Eso es lo que no soportó José Carlos. Asustamos al macho alfa que se permite la osadía de juzgar a una mujer por ser libre y tener sus propios argumentos al margen de quien ocupe su propia cama.
Afortunadamente, cada vez somos más las que no nos callamos por muy José Carlos que se sea.
Llevamos siglos superándonos a nosotras mismas, caballeros. Ya aprendimos que el miedo paraliza. Y no hay quien nos pare.
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