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La falsificación de un ministro francés

Jean-Yves Le Drian, ministro francés de Defensa, pasa revista a las tropas en un acto de octubre de 2016.
Jean-Yves Le Drian, ministro francés de Defensa, pasa revista a las tropas en un acto de octubre de 2016.Lionel Bonaventure / Getty Images
Martín Caparrós

EL HOMBRE tiene una cara que podría ser de tantos hombres. Y, sin embargo, no es un hombre común: le ha ido bien en la vida. El hombre nació en Lorient, Bretaña, hace 70 años, de un padre sindicalista comunista y una madre costurera cristiana. El hombre fue agitador estudiantil católico, se anotó en el partido socialista, dirigió su ciudad, subió a París, fue diputado, dirigió su región, siguió haciendo carrera. Le fue bien: fue ministro de Defensa del Gobierno de Hollande, vendió muchas armas francesas por el mundo y creó una fuerza militar especializada en ciberguerra. Después consiguió acercarse a Emmanuel Macron poco antes que los otros —en su partido hablaron de traición— y también le fue bien: ahora es su ministro de “Europa y Asuntos Extranjeros”. Pero nunca le fue tan bien como cuando no fue sí mismo; nunca tan bien como cuando otro fue él. Alguien falsificó a Jean-Yves Le Drian y se llenó de oro.

La historia saltó hace un par de meses, cuando su falso protagonista iba a asumir su nuevo ministerio, y se va precisando con los días. Había empezado, dicen, en la primavera de 2015: un hombre con su nombre llamaba a grandes ricos y les pedía aportes a la causa. Al Aga Khan, por ejemplo, una fortuna legendaria, le dijo que estaba negociando el rescate de varios rehenes del ISIS, que el Estado francés no podía pagarlo oficialmente y que él, como amigo de Francia, quizá querría colaborar. El terrorismo sirve para todo: no sólo justifica que los Estados occidentales controlen cada vez más a sus ciudadanos; también les permite ser ilegales en nombre de la ley. El Aga Khan, diría después la policía, entregó —en cuatro veces— 18,4 millones de euros. Pero el falso llamó a muchos más: a unos les decía que necesitaba financiar operaciones especiales, a otros compras de armas que debían permanecer secretas, a otros más rehenes.

Aprovecha la codicia de ricos riquísimos que suponen que si ayudan a un Estado rico, ese Estado los ayudará a ser más ricos.

Lo llaman “la estafa de la falsa calidad” y es una variante reciente y elegante del timo de la estampita: si me das algo te doy tanto más. En este caso aprovecha la codicia de ricos riquísimos que suponen que si ayudan a un Estado rico, ese Estado los ayudará a ser más ricos —y suelen llamarlo patriotismo.

La banda del falso Le Drian operaba, dicen, desde Israel: se habían conseguido un señor muy parecido, lo entrenaron para hablar y moverse igual que él, le armaron una oficina idéntica y lo ponían en escena vía Skype; después, el proceso seguía con mails y con llamadas hasta que el pollo mandaba la pasta a cuentas raras —y empezaba el despiste y el lavado. Los investigadores dicen que entre la primavera de 2015 y el verano de 2016 más de 150 jefes de empresas y millonarios varios recibieron llamados y pedidos, y 30 o 40 los respondieron y pagaron: alrededor de 100 millones de euros. Mucho queda en las sombras: a menudo los estafados prefieren no contarlo para no perder, además de la plata, la cara.

Las estafas son grandes análisis de nuestras sociedades: buscan sus puntos débiles, los explotan a fondo. Las estafas hacen buenos relatos porque, en principio, son relatos: alguien que cuenta que es quien no es, alguien que dice que tiene lo que no tiene, alguien que pide lo que no tiene el derecho de pedir.

Y suelen convocar media sonrisa: no usan violencia sino inteligencia y eso tiene, pese a todo, buena prensa. Más si, como en este caso, las sufren los que tienen demasiado: esos que se creían muy listos, esos que han hecho muchos trucos —apenas más legales— para obtenerlo. Pero si, además, el falsificado fue el hombre que mandaba uno de los ejércitos más orgullosos y potentes, todo se vuelve carcajada y vive la France.

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