Marta del Castillo, asesinato sin cadáver
DONDE ESTÁ EL cadáver, comisario?
Hace ocho años y siete meses que mataron a Marta del Castillo. La joven, de 17 años, salió a media tarde del sábado 24 de enero de 2009 de su casa del barrio de Tartessos, en Sevilla, para dar un paseo con su antiguo novio, Miguel Carcaño, de 19. Al percatarse de que no había regresado, el padre de Marta primero y la policía después preguntaron a Miguel si sabía dónde estaba. El joven aseguró que la había recogido en moto, que habían dado un paseo por Triana y que, sobre las nueve de la noche, la había vuelto a dejar en la puerta de su casa. Lo último era mentira, aunque durante tres semanas pareció verdad por el testimonio de una vecina del edificio que declaró, de forma categórica, haberla visto en el portal a eso de las 21.15. “Lo recuerdo perfectamente”, dijo la mujer, “porque yo estaba sacando del coche las bolsas de Ikea y tenía prisa por subir a casa para ver en Canal Sur el programa Se llama copla”.
Pero no era Marta, porque Marta, a esa hora, ya estaba muerta.
“Nadie se puede colgar una medalla, pero tampoco fue un fracaso”, dice el fiscal. “La policía se esforzó al máximo”.
—La equivocación de aquella mujer —se lamenta el comisario mientras apura la segunda caña de cerveza en una terraza del barrio de Los Remedios— fue fatal para la investigación. Miguel Carcaño dispuso de mucho tiempo para matarla, limpiar la escena del crimen con ayuda de sus amigos y deshacerse del cadáver. No lo pudimos detener hasta tres semanas más tarde y luego ya se sabe lo que pasó.
—¿Qué pasó?
—Lo interrogamos durante 14 horas seguidas y confesó que la había matado, pero luego nos fue enredando en mil versiones diferentes para no decirnos dónde tiró —o tiraron, porque no pudo hacerlo él solo— el cadáver de Marta.
—Y entonces, comisario, ¿dónde está el cadáver?
—No lo sé. Pero yo creo que aquella noche del interrogatorio, sobre las cinco de la madrugada, estuvo a punto de decírnoslo, pero sucedió algo que…
—¿Qué sucedió?
No ha habido un día desde aquel 24 de enero de 2009 en que el comisario no haya buscado una explicación para alguno de los muchos cabos sueltos de aquella investigación. Ni él ni nadie entiende cómo Miguel Carcaño y sus dos amigos —Samuel Benítez, de 20 años, y Francisco Javier García, alias El Cuco, de 15—, tres chavales de barrio, curtidos en la calle pero sin antecedentes penales ni fama de macarras, se las ingeniaron para tejer una red de mentiras y medias verdades en la que fueron quedando atrapados los policías, el fiscal, el juez. Sí es verdad que hubo un juicio y que, basándose en su confesión, Miguel Carcaño fue condenado a 20 años de prisión por asesinato, pero las respuestas a las tres preguntas clave —aquellas que no dejan dormir desde hace ocho años y siete meses a los padres de Marta— siguen estando en blanco: ¿cómo fue asesinada Marta del Castillo?, ¿quiénes —además del asesino confeso— participaron en el crimen? y, sobre todo, ¿dónde está el cadáver?
Aquella tarde de enero, Marta del Castillo se despidió por la red social Tuenti de su amiga Silvia Fernández porque Miguel Carcaño, con quien había estado ennoviada unos meses antes, la estaba esperando en el portal y tenían que hablar de algo: “Gordaaa t djo q sta l migue abajo y voy a abal con el luego t llamo y t cnto tQ”. También Antonio del Castillo, el padre de Marta, se encontró a Miguel en la puerta: “Me dijo que iban a dar un paseo por Triana y que volverían pronto”. Por eso, en cuanto pasaron las horas y la joven no regresaba, Miguel empezó a recibir llamadas que preguntaban por Marta. Su versión siempre fue la misma: “Hemos estado dando una vuelta por Triana y luego la he dejado en su casa”. Desde hacía un tiempo, Miguel Carcaño, huérfano de un padre que lo abandonó de pequeño y de una madre que pasó sus últimos años en una silla de ruedas, vivía en Camas, un pueblo a las afueras de Sevilla, en casa de su nueva novia, de 15 años. Su antiguo piso, un bajo en el número 78 de la calle de León XIII, solo lo utilizaba de forma esporádica y bajo la supervisión de Francisco Javier Delgado, hermano por parte de madre y 20 años mayor que él. El padre de Marta, a quien Miguel nunca le inspiró confianza, sabía la dirección de aquella casa y por eso la noche de la desaparición se acercó hasta allí, llamó al timbre y hasta aporreó una ventana porque le pareció ver una luz encendida en el interior. Nadie contestó. Desesperado, temiéndose lo peor, a las dos de la madrugada del domingo abordó a un patrullero de la policía y pidió ayuda. Los agentes le contestaron que poco podían hacer. Hasta que no pasaran unas horas, Marta solo sería una joven de tantas que decide prolongar un rato más la noche del sábado. Pero Antonio del Castillo sabía, y las horas, los días, las semanas, los meses y los años se empeñarían en darle fatalmente la razón, que si Marta, su Marta, no había vuelto a la hora pactada, era porque algo malo le había sucedido.
Dos días después, Marta del Castillo seguía sin aparecer. Y Sevilla se echó a la calle. Desde aquel momento, las cámaras retransmitieron cada detalle de la búsqueda de Marta, de la detención de los presuntos malhechores, de los dos juicios —el de menores que condenó a El Cuco por encubrimiento y el de Miguel Carcaño por asesinato—, de las búsquedas infructuosas del cadáver de Marta, de la desesperación de los padres. La ciudad se convirtió en un plató y aquellos tres chavales de barrio se sintieron protagonistas. Dice Inmaculada Torres, una de las abogadas de la familia Del Castillo, que “Miguel Carcaño, Samuel Benítez y El Cuco pasaron de ser gente que no le importaba a nadie a ser héroes. Se formaron incluso grupos de admiradoras en Facebook. El Cuco le llegó a pedir a la madre que le llevara rímel a comisaría porque iba a salir en televisión…”.
Tantos años después, el fiscal Luis Martín Robredo, uno de los más veteranos en los juzgados de Sevilla, sigue haciéndose una pregunta: “¿Por qué aquel caso fue tan mediático?”. El fiscal dice “aquel caso” porque, para él que lo investigó, el asunto quedó zanjado una vez que se dictó sentencia, a pesar de que muchas de las preguntas siguen sin ser contestadas. “Las desapariciones son frecuentes”, explica, “pero solo en algunos casos, como este de Marta del Castillo o aquel más reciente de Diana Quer en Galicia, alcanzan tanta relevancia mediática. Es verdad que, desde el momento en que no se ha encontrado el cadáver ni seguramente llegamos a condenar a todos los culpables, aquí fallamos todos. Nadie se puede colgar ninguna medalla, pero tampoco fue un fracaso. La policía se esforzó al máximo. Y al menos el asesino está en la cárcel”. Un asesinato sin cadáver y un asesino joven, guapo y hasta educado —“nunca me pareció un psicópata, no tenía esa mirada fría, sin arrepentimiento, de los atracadores de bancos”, puntualiza el fiscal— que actuó desde el principio con gran frialdad y que supo rentabilizar sus grandes y sucesivos golpes de suerte. Su primera baza fue el testimonio erróneo de la vecina que creyó ver a Marta en el portal a las nueve de la noche. “El antiguo novio fue desde el primer día nuestro principal sospechoso”, explica el comisario, “pero la declaración de la vecina paralizó la detención hasta que, 20 días después de la desaparición, la policía científica encontró restos de la sangre de Marta en una cazadora de Miguel Carcaño”.
—Lo detuvimos y lo llevamos a comisaría. No tardó en confesar que había discutido con Marta en el piso de la calle de León XIII y que la había matado golpeándola en la cabeza con un cenicero de cristal grueso.
“Yo creo que, sobre las cinco de la madrugada, estuvo a punto de decirnos dónde estaba”, opina un comisario. “Pero pasó algo…”.
Según su confesión, el cenicero de cristal tenía grabado el nombre del bar Nocturnidad y Alevosía. “Las mentiras empezaron”, explica el comisario, “cuando le preguntamos cómo se había deshecho del cadáver. En un primer momento nos dijo que lo cargó en la moto él solo. Bajamos al patio de la comisaría, le pusimos una moto delante y le dijimos que nos lo demostrara. Era incapaz. Luego dijo que con la ayuda de Samuel. También le demostramos que era mentira…”. Las mentiras de Carcaño se convirtieron pronto en la columna vertebral del proceso y de los programas de televisión. La policía, el juez y el público —no hay que olvidar que los focos seguían encendidos— no alcanzaban a entender por qué Carcaño y sus cómplices ofrecían una versión y enseguida otra distinta sin que los investigadores encontraran un tamiz adecuado para separar la verdad de la mentira. “En todas las versiones de Carcaño”, asegura la abogada Torres, “hay algo de verdad. Habría que separar los datos que son ciertos de cada una de las versiones y juntarlos como en un puzle”.
Nadie fue capaz de armar el rompecabezas. Hay piezas que faltan y otras colocadas a propósito para que las demás no encajen. En muy pocos meses, Carcaño ofreció seis versiones diferentes y añadió una séptima en la primavera de 2013, cuatro años después del crimen. Si bien en ninguna de ellas ofreció el dato fundamental, aquel que permitiera a los padres dar sepultura a su hija asesinada, los investigadores siguen convencidos de que el joven siempre actuó siguiendo un guion, aunque tal vez no siempre lo escribiera él. Nada más ser detenido, y ante la evidencia de la sangre de Marta en su cazadora, confesó que la había matado y que tiró sus restos al Guadalquivir. El joven permaneció durante las 72 horas preceptivas detenido por la policía, que luego lo puso a disposición del juez de instrucción Francisco de Asís Molina, quien desde ese momento asumió todos los interrogatorios, lo que provocó el primer enfrentamiento entre el magistrado y uno de los jefes de la investigación.
—¿Me está diciendo, inspector? — preguntó el juez Molina a uno de los policías—, ¿que usted interroga mejor yo?
—Sí, señoría, eso le estoy diciendo.
El día 17 de febrero de 2009, cuatro días después de ser detenido, Miguel Carcaño es conducido a su piso de la calle de León XIII para, en presencia del juez, hacer la reconstrucción de los hechos. El lugar está lleno de gente que grita asesino y que intenta romper el cordón policial para agredir al sospechoso. Las imágenes de lo que ocurre dentro no trascienden hasta varios años después. Se ve a Carcaño tranquilo, con rostro cansado y barba de varios días. Pero lo que más llama la atención es su aplomo. Mira al juez con respeto, pero sin bajar la vista.
Juez: “¿Nos puede ahora situar por favor dónde estaba usted y dónde Marta en el momento en que se produjo la agresión? Para ello va a pasar una señora que es policía y va a situarse donde usted le diga que estaba Marta el día de los hechos. ¿De acuerdo?”.
Carcaño: “Estábamos más o menos aquí y estábamos discutiendo. Y una de las veces cogí el cenicero y le pegué así. Yo no hice fuerza. Nada más fue cogerlo y hacer así”.
Carcaño levanta su mano derecha y simula la agresión varias veces. “Le pegué por esta parte de la cabeza”. Su voz es tan tranquila como su gesto. La cámara registra la habitación del joven. Una de las paredes está cubierta con una bandera de ron Cacique y una bufanda del Sevilla Fútbol Club. El asesino confeso describe la posición en que quedó el cuerpo de Marta tras caerse. La agente que hace de doble de Marta espera instrucciones tumbada en el suelo. En el mismo lugar donde Marta cayó y que fue limpiado a conciencia la misma noche del crimen, seguramente a la misma hora en que Antonio del Castillo aporreaba la ventana de la casa buscando a su hija. Algunas personas que, en las horas siguientes a la desaparición, estuvieron en casa de Carcaño declararon después ante la policía que habían notado un fuerte olor a lejía y a productos de limpieza.
Algunas personas que, en las horas siguientes a la desaparición, estuvieron en casa de Carcaño declararon después ante la policía que habían notado un fuerte olor a lejía.
Juez: “Y la sangre, ¿dónde la tenía?”.
Carcaño: “Por aquí [y señala el lado izquierdo de la cabeza de la agente]. Le toqué aquí y me manché las manos”.
Durante la reconstrucción, Miguel Carcaño apuntala su primera versión: tras asesinar a Marta, llamó a sus amigos Samuel y El Cuco para que le ayudaran. “Cuando entró Samuel”, dijo, “vio el cuerpo de Marta y me empezó a recriminar por lo que había hecho”. Carcaño dice que, con ayuda de sus amigos, cargan el cuerpo de la joven en la antigua silla de ruedas de su madre, lo meten en un coche y lo tiran al río.
Justo un mes después, el 18 de marzo de 2009, la escena se repite. Carcaño es conducido a su antiguo piso para que vuelva a hacer la reconstrucción del crimen. Ahora aparece afeitado y con mejor aspecto. Las preguntas del juez Molina son las mismas, pero las respuestas son radicalmente distintas. Sin que se sepa por qué, sin ningún tipo de presión policial —los agentes ya no tienen acceso a él—, Carcaño ha pedido declarar ante el juez para cambiar su versión de los hechos. Ya no cuenta que en un rapto de ira mató a su exnovia. El nuevo relato es espeluznante. Dice que entre él y El Cuco violaron a Marta después de golpearla, meterle un calcetín en la boca para que no gritara y maniatarla con cinta aislante. Tras la violación, explica, El Cuco estranguló a Marta con un cable eléctrico y se aseguraron de que estaba muerta con el medidor de la presión arterial que utilizaba su madre. La reconstrucción demuestra que los hechos difícilmente sucedieron como los está contando. Cuando el juez se lo hace notar, Carcaño baja los ojos: “No estoy mintiendo. Es que estoy nervioso…”.
La primera pregunta es obvia: ¿por qué Carcaño, una vez confesado el asesinato, se autoinculpa además de violación? Tanto la abogada Inmaculada Torres como los investigadores están convencidos de que lo hace para evitar ser juzgado por un tribunal popular, que supone que será más duro dada la presión ciudadana y mediática. Al confesar violación, se asegura un tribunal ordinario. Aunque el juez no imputó por violación a El Cuco, la jugada le sale bien. La segunda pregunta es: ¿quién asesoró al joven —un chaval de barrio sin apenas instrucción académica ni antecedentes penales— para manejar de forma tan hábil la instrucción del caso?
Nadie ha sabido responder tampoco esa pregunta. Ni tampoco por qué, una vez condenado, sigue sin desvelar dónde está el cadáver. Se han gastado cientos de miles de euros en dragar el río Guadalquivir, en remover toneladas de escombros, de tierra y de basura. Todo inútil. Ni Carcaño ni sus supuestos cómplices —El Cuco fue condenado por encubrimiento y Samuel salió absuelto— han aportado el dato que permitiría a los padres de Marta poder enterrar a su hija.
Algo que, según el comisario y otras fuentes de la investigación, pudo cambiar en un momento de aquella larga noche del interrogatorio: “Yo creo que, sobre las cinco de la madrugada, estuvo a punto de decírnoslo, pero sucedió algo que…”.
—¿Qué sucedió, comisario?
—El interrogatorio duró 14 horas. Estaba cansado. Ya le habíamos echado abajo alguna de sus versiones y nos anunció: “Está bien, os voy a decir dónde tiramos el cuerpo”. Entonces nos metimos en el coche. Dos policías delante y otros dos detrás, con Carcaño en medio. Nos fue indicando por aquí, por allá. En un momento parecía que nos conducía hasta el río. Y, entonces, uno de los agentes exclamó: “Qué, cabrón, al final la tiraste al río…”. Carcaño se quedó en silencio unos segundos, pareció que dudaba y al final dijo: “Sí…, al río”. Yo pensé en aquel momento: joder, para qué has dicho nada. Quizá no era allí donde nos estaba conduciendo, pero le acabábamos de dar la idea.
Nunca se sabrá si aquel policía, sin quererlo, inspiró a Miguel Carcaño su primera mentira.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.