Aquellas armas de destrucción masiva
LAS CAJAS de cartón de la fotografía contienen ayuda humanitaria para la niña que acaba de derrumbarse sobre ellas. El cartón envejece mal. Se deteriora por las esquinas debido a la humedad y al barro. Se hinchará enseguida como una glándula enferma y se descompondrá luego como una víscera al sol. Las suelas de los zapatos, incluso las más resistentes, envejecen fatal también si no duermen una vez al día debajo de una cama. Se deforman con el paso de los kilómetros y la acción de la intemperie, y la goma acaba pudriéndose como un trozo de hígado olvidado en las profundidades de la nevera. Todo envejece. Todo, aquí, está viejo, incluso la niña. ¿Qué tendrá: cinco, seis, siete años? Pues ahí la ven, tan deteriorada como las cajas de la ayuda humanitaria, como la suela de los zapatos, como el borde de la bata, como los pantalones a juego con ella, cuyas perneras han vivido lo suyo.
Se trata de una cría iraquí que acaba de llegar, suponemos que andando, con su familia (o con lo que quede de ella) al campo de desplazados de Hamam al Alil, procedente de Mosul. En los talleres de escritura solemos decir que el relato de un viaje no vale nada si el autor no logra convertir la peripecia física en la metáfora de una peripecia moral. Tal sucede en El corazón de las tinieblas, de Conrad, donde Charlie Marlow, el protagonista, desciende por un río tropical en busca de Kurtz. El viaje realizado por esta niña con su familia (con lo que quede de ella) es la metáfora del viaje inmoral que hicimos los occidentales a Irak en busca de aquellas armas de destrucción masiva.
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