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Columna
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El más torpe del verano

Almudena Grandes

NO SÉ a qué hora empiezan los más diligentes porque deben de madrugar mucho más que yo, pero entre las nueve y las diez de la mañana, cuando me siento a desayunar en el jardín, todavía hay un ejército de abejorros que toman las trepadoras por asalto. Los veo moverse de flor en flor, intentarlo con las ipomeas rosas, sus favoritas, en las que ya no queda ni un ápice de néctar que libar, y probar después con las mandevillas blancas, en las que, con suerte, logran quedarse unos segundos, antes de atacar objetivos más difíciles, más trabajosos, inflorescencias de muchas florecitas diminutas que los obligan a emplear mucho tiempo para obtener una suma de cantidades muy pequeñas. Cada mañana los miro, los estudio, intento adivinar sus preferencias y necesidades. No sé por qué prefieren las ipomeas rosas a las moradas y aún no he descubierto si las pasifloras les encantan, y ya las han despachado todas cuando me encuentro con ellos, o no les gustan, y por eso jamás los he visto encima de ninguna. Pero este verano está ocurriendo algo que no ha pasado nunca antes.

No puedo saber si es el mismo o son varios, porque es imposible distinguirlos, pero por la tarde, hacia las siete, a veces hasta después, un solo abejorro aparece en el jardín. Lo veo volar, moverse sin descanso, siguiendo el mismo itinerario que sus compañeros han trazado muchas horas antes, de las ipomeas rosas a las moradas, de las mandevillas blancas a esos racimos rojos, tan bonitos, cuyo nombre nunca he logrado aprender. Todas las flores están vacías, pero él no se cansa. Se acerca, se asoma, lo intenta y se va a la siguiente, y luego a la otra, y a la de más allá, sin obtener premio alguno, sin renunciar jamás, moviéndose con una tenacidad que mi imaginación humana identifica erróneamente con la desesperación. Así, un insecto negro, feo, de reputación pavorosa, consigue conmoverme.

Buscar trabajo es un trabajo, como lo es luchar contra una enfermedad, esperar, creer, intentar imponerse a cualquier adversidad, desde las más triviales.

Pobrecito, pienso mientras acompaño su esfuerzo con la mirada, te van a echar de la colmena, por ­inútil… Y desde la silla en la que estoy sentada siento su ansiedad como si él pudiera sentirla, y deseo con fervor que encuentre alguna flor donde quedarse. Hasta ahora, mi deseo no se ha cumplido. Los mejores de su especie han liquidado todas las del jardín, pero mi abejorro torpe, tardío, sigue esperando un milagro cuando me levanto y me marcho, para ahuyentar la misteriosa amargura que se apodera de mi paladar mientras contemplo su cotidiano fracaso.

Sé que siento de más, pero el abejorro que me visita por las tardes encarna el esfuerzo sin recompensa hasta tal punto que ha acabado convirtiéndose para mí en el símbolo de una clase peculiar de desdichados. Mientras vuela y vuela, su trabajo sin fruto me recuerda a todos esos niños, esas niñas que pasan el verano encerrados con un profesor particular, machacando una y otra vez lo que no han entendido durante el curso y probablemente siguen sin entender, mientras procuran no pensar en su pandilla, los baños y los juegos que se están perdiendo hoy y se perderán mañana. Y a todas las personas desempleadas que deambulan con un taco de folios por los bares, las tiendas y los restaurantes del pueblo, para dejar su currículum en locales donde ningún cartel indica que se busque personal, madrugando también, también cansándose de andar y de escuchar que no, un día tras otro. Buscar trabajo es un trabajo, como lo es luchar contra una enfermedad, esperar, creer, intentar imponerse a cualquier adversidad, desde las más triviales, como la amenaza de repetir un curso de primaria, hasta las más graves, ominosas palabras que no quiero escribir hoy aquí. Por eso, cada tarde me pongo de parte de mi abejorro, le animo en silencio, y he llegado a pensar en comprar un tiesto sólo para él, aunque no lo haré, porque la vida es injusta, la selección natural implacable, y por mucho que lo escondiera, seguro que los más listos, los primeros de la clase de la colmena, se las arreglarían para llegar antes que él.

Así empieza mi verano. Cuando termine, ya les contaré cómo acaba esta historia. De momento les deseo felices vacaciones a todos y, especialmente, a los abejorros torpes, los más tardíos. Ojalá su trabajo obtenga fruto.

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Sobre la firma

Almudena Grandes
Madrid 1960-2021. Escritora y columnista, publicó su primera novela en 1989. Desde entonces, mantuvo el contacto con los lectores a través de los libros y sus columnas de opinión. En 2018 recibió el Premio Nacional de Narrativa.

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