Querido miliciano Remigio
ME RECIBISTE cordialmente en tu casa de Caracas durante dos días de junio de 1994. Yo deseaba conocer tu historia personal durante nuestra Guerra Civil, los recuerdos de Remigio Herrero Díez, comisario del Ejército republicano y comunista ferviente, nacido en Rueda en 1913; unos recuerdos que no habían dejado huella en ningún libro de historia, justo lo que a mí siempre me ha atraído de muchas de las mujeres y de los hombres de tu generación, condenados a vivir anónimamente un sinfín de amargas experiencias. Pero sobre todo ansiaba saber por qué, según tu relato, el general golpista Queipo de Llano te había convertido, con sus alocuciones radiadas desde Sevilla, en un símbolo de la incompetencia y la cobardía republicanas, buscando zaherir en tu persona a todos los que militabais en las filas leales al Frente Popular. A tu pesar, me aseguraste, él había hecho de ti una leyenda en las dos Españas, pese a que el mismo nombre que había conferido a la emisión de tu supuesto diario de campaña, El miliciano Remigio que pa la guerra es un prodigio, alertara ya a los radioyentes de su intención de ridiculizarte a ti y a tus camaradas.
No tuve en ningún momento la sensación de que me estuvieses mintiendo, aunque yo sabía entonces que el relato que venías difundiendo era inexacto. No había sido Queipo el locutor de aquella propaganda chusca que se suponía humorística, sino el actor Fernando Fernández de Córdoba, el hombre que leyó el último parte de nuestra contienda, al servicio de unos textos que escribía Joaquín Pérez Madrigal, ambos contratados en Radio Nacional de Salamanca. Y aquel personaje de ficción, que acabó sus meses de gloria radiofónica narrando el instante en que se alistaba en las tropas de los sublevados y, “tras enjuagarse la boca”, daba vivas a Franco, no tenía en común contigo, mi querido Remigio, más que el nombre. Y ello pese a que te empeñaras también en mencionarme a un desertor de vuestras filas como la posible fuente para que Queipo supiera de ti, hasta ese momento uno más entre los miles de luchadores que se afanaban sin una singular relevancia en evitar la caída de Madrid.
No había sido Queipo el locutor de aquella propaganda chusca que se suponía humorística, sino el actor Fernando Fernández de Córdoba, el hombre que leyó el último parte de nuestra contienda.
Y sin embargo, insisto, no creo que tu intención fuera la de embaucarme, sino que, por mecanismos de la memoria que ignoro, habías interiorizado un relato que seguramente acabó por resultarte verosímil y al que te aferraste para conferir un sentido a tantos sinsabores padecidos: el del hombre distinguido entre la amplia masa por un general para hacer en su figura escarnio del enemigo. Así como te diré que no eras el primero en quien constataba un desajuste en el desarrollo de sus recuerdos y tampoco has sido el último. Y el escucharos a todos vosotros me ha servido para prevenirme de mi propia memoria, que no es de elefante, como creen algunas amistades; y de la que menos aún afirmaría que es de tal magnitud que a veces los elefantes vienen a hacerme consultas, como decía de la suya el sarcástico Noël Coward.
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