El escritor misterioso
JESUCRISTO TUVO que ser un extraordinario narrador oral, aunque sabemos, de acuerdo con el Evangelio de San Juan, que el hijo del carpintero también sabía escribir. Pero solo hay un episodio conocido en el que, en efecto, Cristo aparece escribiendo. Es una escena difícilmente superable, y no solo en la historia de la escritura, sino en lo que podríamos llamar la “historia del corazón”. Una multitud lleva ante él a una mujer acusada de adulterio. Lo interpelan: “En la ley nos mandó Moisés apedrear a tales mujeres. Tú, pues, ¿qué dices?”. Él no responde. Lo tendría muy fácil si quisiera ganarse el favor de tal público. ¿Qué hace?: “Inclinado hacia el suelo, escribía en tierra con el dedo”.
Así que ahí tenemos a una masa deseando ensañarse con una “culpable”, y un profeta raro, que no incita a la turba. Al contrario, levanta la cabeza y se dirige no a la masa, sino a la conciencia de cada uno: “El que de vosotros esté libre de pecado, que tire la primera piedra”. Eso es todo cuanto sabemos sobre sexualidad y pecado en el pensamiento de Jesús. Y es mucho. Tal vez no hay ningún aforismo que diga más con tan pocas palabras. Sin embargo, durante siglos y siglos, los aparatos eclesiásticos han bombardeado las mentes y el deseo con una sulfamida de miedo y culpa. La propia imaginación, el “pensamiento impuro”, era sometida a castigo.
Durante siglos y siglos, los aparatos eclesiásticos han bombardeado las mentes y el deseo con una sulfamida de miedo y culpa.
Y si lo que dijo aquel hombre excéntrico, contador de cuentos, era algo más que una revolución, ¿qué era lo que escribía en el suelo con tanta dedicación? No lo sabemos. Es una zona de misterio, de elusión, que demuestra una gran sagacidad técnica por parte del evangelista narrador. En este sentido, el estilo de Juan se parece al de Hemingway. Como el relato es abierto, creo que lo que Cristo escribía con un dedo en el suelo era el nombre de la mujer.
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Me piden una lista de libros preferidos. Y caigo como un pardillo en la tentación de hacer eso que llaman un canon. No tardo en arrepentirme, pero la lista ya está enviada. Y oigo a Witold Gombrowicz comentar socarrón: “Pucha con el pollo, ¡no aparece Ferdydurke ni Transatlántico!”. Siento la ausencia de Cien años de soledad como cien escrúpulos lastimando en los zapatos En busca del tiempo perdido. A propósito de soledad, retumba en el maldito canon la falta de Una soledad demasiado ruidosa, de Bohumil Hrabal. Y hay que ser huevón para no poner en lo más alto la poesía de Emily Dickinson, Poemas humanos de César Vallejo o el Réquiem de Ana Ajmatova. Y desagradecido con Orhan Pamuk que te llevó más allá del placer en El museo de la inocencia. Y malandro por no citar a Torga o Saramago. “Tus palabras se parecen a la verdad y la verdad tal vez es un pecado”, dice un personaje de Jacques Roumain, el escritor haitiano, en Gobernadores del rocío. Nada, ni rastro. Ni del Cuaderno de un retorno al país natal de Aimé Césaire. El pinche pendejo se fumó Palinuro de México, de Fernando del Paso. ¿Y qué fue de Los detectives salvajes y 2666 de Roberto Bolaño? Ni noticia de Flannery O’Connor, autora de relatos intachables como La buena gente del campo, o la vivísima Louise Erdrich. No hablemos de los clásicos-clásicos: “Entonces ve allá abajo”, dice Creonte a Antígona sobre los muertos, “y, si tienes que amar, ámalos a ellos”. El capullo que soy pasó de ellos, con la excepción de La Odisea, qué descubrimiento, qué ojo. Eso sí, el retorcido no le dio cancha al Ulises de Joyce. Y a los grandes maestros rusos y franceses, ni bola. Ni a Charles Dickens, ahora que está de moda la distopía de Tiempos difíciles. Como diría mi colega Guixán: “¿Qué culpa tienen ellos de lo que escribes tú?”. Y esa boludez de no mentar a Borges. Es como ignorar a Dios, dispensando. Aunque Borges no era un dios monoteísta. Él diría, citando a Bernard Shaw, “God is in the making” (Dios está haciéndose).
Ahora que lo pienso, lo más acertado habría sido hacer la lista a la manera que recomendaba Blanco White: “¡Copien el Índice de libros prohibidos!”.
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