La gran madre y el parricida
EL HILO DE SANGRE seguía cayendo del maletero de ese coche. El 31 de mayo de 1981 era domingo y hacía frío, lloviznaba; esa mañana, muy temprano, el portero de un edificio del Barrio Norte de Buenos Aires vio la sangre. En esos días toda la Argentina chorreaba sangre —pero se mataba por ocultarlo. Ese chorro, en cambio, se convirtió en la noticia del año cuando la policía informó —en esos tiempos, quien informaba o no informaba era la policía— que los cadáveres que sangraban en ese maletero eran Cristina Silva y Mauricio Schoklender, un matrimonio que vivía con lujos y custodios porque él, ingeniero, dirigía una de las empresas más prósperas de aquel país: Pittsburgh & Cardiff, dedicada, entre muchas otras cosas, a venderle submarinos, tanques y otras armas de guerra al Gobierno militar. La noticia era fuerte; lo fue mucho más al día siguiente, cuando se anunció que los asesinos eran sus hijos Sergio y Pablo.
Años después la justicia determinó que aquella noche los Schoklender habían llevado a sus tres hijos —la tercera se llamaba Valeria— a comer a un restorán caro de la Costanera para festejar el cumpleaños 23º de Sergio, el primogénito. Y que comieron y bebieron y, de vuelta en su piso de Belgrano, la señora Cristina había querido tener —otra vez— algún modo de sexo con su hijo menor y que los dos hermanos le partieron la cabeza con un palo y la estrangularon con una cuerda. Y que después se pasaron un par de horas discutiendo qué harían con el padre —que todavía dormía— y que al fin decidieron matarlo también y que le rompieron el cráneo a palazos y que metieron los dos cuerpos en el maletero del Dodge, salieron, dieron vueltas, lo dejaron en una calle cualquiera, se escaparon. Y que Sergio Schoklender se fue a Mar del Plata, se registró con nombre falso en un hotel, se contrató una puta y al día siguiente, cuando sintió que el cerco se cerraba, se compró un caballo e intentó la penúltima fuga. Su cabalgata no llegó muy lejos. Cuatro años más tarde lo condenaron a prisión perpetua; en su declaración dijo que tenía toda la culpa, que su hermano ninguna. Los primeros jueces al principio le creyeron; después un tribunal de apelación condenó también a Pablo.
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AQUEL 31 DE MAYO era domingo, así que Hebe Pastor de Bonafini habrá estado en su casa. Lo suyo eran los jueves: desde 1977 cada jueves, lloviera o tronara o amenazaran armas, en la Plaza de Mayo, frente a la Casa de Gobierno donde gobernaban generales, la señora de Bonafini encabezaba la ronda de las madres que pedían por sus hijos “desaparecidos”. Los suyos, Jorge y Omar, habían sido secuestrados en 1977, y su nuera, María Elena Bugnone, en mayo de 1978: nunca más se había sabido de ellos. Buscándolos había encontrado a otras mujeres como ella; decidieron unirse, buscar juntas.
En 1981 algunos las llamaban todavía las Locas de la Plaza; otros, las subversivas; otros intentaban, de a poco, sumárseles; muchos más las admiraban en silencio. Dos años después, cuando volvió la democracia, las Madres de la Plaza de Mayo se convirtieron en el estandarte de un país que había aceptado con demasiada docilidad —o demasiado agrado— los crímenes de sus militares y que veía en esas mujeres una oportunidad de redimirse; vieron la ocasión de decir: algunas de nosotros no son como nosotros.
Durante los diez años siguientes Hebe de Bonafini se convertiría en la forma más presentable de la Argentina; mientras tanto, Sergio Schoklender cursaba carreras en la cárcel: derecho, psicología, sociología. Nada los destinaba a encontrarse; nadie sabe exactamente por qué Bonafini decidió ir a visitarlo a su prisión.
—Imaginate lo que fue tenerla ahí, que ella me quisiera conocer, me diera bola.
Me dijo mucho después, cuando lo entrevisté, Sergio Schoklender. Entonces le pregunté por qué ella se había interesado en él.
—Creo que fue la rebeldía. Encontrarse con un tipo que no se doblegaba ante nada. Todo el tiempo puteando, peleando todo el tiempo. Y en esa época yo ya era un cuadro político revolucionario formado, me faltaba el fusil y estaba todo.
Hebe de Bonafini lo visitaba dos veces por semana, le llevaba sus comidas a la cárcel; hacia 1993 lo convenció de que podía tener una vida afuera —y Sergio Schoklender pidió los beneficios que le correspondían: primero empezó a salir durante el día y por fin, en 1995, tras 14 años de encierro, volvió a la libertad.
—¿Y en esos primeros encuentros con Hebe alguna vez hablaron del parricidio?
Le pregunté, entonces, tono grave: si él, preso por matar a sus padres, habló de su delito con esa mujer que el mundo conocía por su cruzada contra los asesinos de sus hijos. Sergio Schoklender bajó la voz, bajó la cabeza: yo había cruzado alguna raya.
—No.
Me dijo, y no dijo nada más. Yo le dije que él sabía mejor que nadie que ese encuentro resultaba muy extraño, y él repitió como si no me hubiera oído:
—No, nunca. Nunca fue un tema que habláramos. Jamás me lo preguntó.
—¿Y vos qué pensás?
—Nada, no tenía que ver con eso; tenía que ver con que se encontró con alguien en quien podía confiar. Que ponía todo lo que tenía al servicio de ella, que le explicaba las cosas, que trataba de darle coherencia a un discurso muy lleno de baches. Y así ayudé a construir un mito, a sostener un mito. Y bueno, después los mitos se te caen encima. Los ídolos que tienen pies de barro siempre se caen; el problema es cuando se te caen encima.
Dijo entonces.
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CUANDO SALIÓ de la cárcel, Sergio Schoklender se transformó en el ladero más persistente, más inesperado, más criticado, más fiel de Hebe Pastor de Bonafini. Él decía que ella era una madre: “Es como una madre para mí: me cocina, me reta si no como, si le desordeno, si no me cuido. Y además es una relación muy particular porque, junto con todo el afecto, te baja línea política desde que te despertás hasta que te acostás”, dijo entonces. Y ella, años después, contaría que “empecé a quererlo como un hijo, lo traje a vivir acá, a mi casa. Y es una máquina de trabajar, a la que se suma una inteligencia sin igual”. Algunos integrantes de la Asociación Madres de Plaza de Mayo criticaron su presencia, hubo debates y partidas, pero Bonafini lo sostenía con entusiasmo. Schoklender se lo correspondía.
Al salir de la cárcel, Sergio se convirtió en hijo y mano derecha de Hebe. Era su apoyo más fiel.
—Vos escribiste que el proyecto que llevaban adelante con las Madres era revolucionario: “Nuestro objetivo era la revolución, la única salida lógica era la lucha armada”, dijiste. “En la universidad guardábamos de todo”.
La Universidad de las Madres era un instituto pedagógico dirigido por la Asociación: allí funcionaban cursos, debates, encuentros, una radio.
—Ah, de todo. Sí, era impresionante. Teníamos de todo.
—¿Qué es “de todo”?
—Armas de todo tipo, pistolas, ametralladoras, granadas, plástico, lo que pidas. Visto ahora es un delirio; en los noventa, en plena época del menemismo, parecía la única salida lógica: había que generar una resistencia. Me acuerdo del lugar donde teníamos guardadas las cosas, que era un pozo en el sótano de la universidad: la ubicación final la conocíamos dos o tres compañeros y Hebe, y nadie más.
—¿Y si alguien le preguntara si eso es cierto, ella diría que sí o que no?
—Nooo. Ella de eso no se va a hacer cargo ni abajo del agua… Y fue un problema enorme que, cuando se arma nuestra alianza con el kirchnerismo, hubo que sacar todo. Y hubo que desarmar una estructura en la que habíamos estado trabajando, en la que muchos compañeros habían puesto muchas expectativas.
—¿Qué pensaban hacer?
—La idea era enviar compañeros a formarse con las FARC en Colombia, con los zapatistas en Chiapas, y que después esos compañeros pudieran venir con alguna formación y comenzar un trabajo, digamos, foquista en algún lugar. Ese era el único modelo posible, no veíamos otra salida.
Me dijo, y me contó cómo, en esos años noventa, cuando se quedaban sin plata para pagar el funcionamiento de las Madres, “salían a recaudar”:
—Sí, cuando teníamos que salir a recaudar, salíamos a recaudar como en los viejos tiempos.
Dijo, marcando las palabras, con un amago de sonrisa.
—¿Qué querés decir? ¿Cómo eran los viejos tiempos?
—Y choreo [asaltos]. En negocios, en supermercados más bien. Tratábamos de que fuesen lugares que representaran más la concentración oligárquica, no en la farmacia de la esquina.
—Pero nunca firmaron sus acciones.
—No, no. No, porque era temprano.
—¿Temprano?
—Sí, era temprano para que saliera a la luz una organización que no tenía un referente político todavía.
La Fundación Madres de Plaza de Mayo era un agujero negro donde desaparecía el dinero.
Dijo, como quien reflexiona, y me contó que habían planeado el secuestro del peor jefe de la dictadura, el almirante Eduardo Massera, pero que Bonafini se opuso “y al final se demostró que tenía razón”.
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SE DEMOSTRÓ, si acaso, porque en 2003 el gobernador de una provincia patagónica, Néstor Kirchner, ganó por muy poco unas elecciones y se hizo con la presidencia. En medio de la peor crisis argentina, Kirchner, que en los noventa había aplicado la política neoliberal del menemismo, entendió que debía dar un giro radical —al menos de palabra. Para eso, el apoyo de esas mujeres que tantos respetaban, las Madres de la Plaza, sería inapreciable. Decidió cortejarlas: en sus 12 años como gobernador de Santa Cruz jamás las había invitado a su provincia; cuando asumió la presidencia las presentaba en actos y homenajes. Algunas madres lo aceptaron, otras no; Hebe de Bonafini fue la más entusiasta. Schoklender, después, contaría que Hugo Chávez la fue a ver y le dijo que Fidel Castro le mandaba a pedir que apoyara a este presidente nuevo, casi desconocido, de quien ella había dicho, poco antes, que era “la misma mierda que todos los demás” —y que ella le hizo caso.
Bonafini no era cómoda: ya había, por ejemplo, saludado con alborozo el atentado contra las torres de Nueva York —“yo sentí alegría, no voy a ser hipócrita, no me dolió para nada”— y seguía hablando fuerte. En 2007, por ejemplo, trató al arzobispo Jorge Bergoglio de “representante de la dictadura” y “basura fascista”. Pero, aun así, conservaba un capital histórico; su prestigio y su autoridad eran muy útiles para ese Gobierno que buscaba consolidar su poder. En esos años las Madres ampliaron su radio de acción: crearon, entre otras cosas, una especie de ONG llamada Sueños Compartidos para construir viviendas populares. Sergio Schoklender, ya entonces apoderado de la Fundación Madres, decía que había inventado un sistema de construcción buena y barata y manejó esas obras: exultante, anunciaba que levantaría miles de viviendas en las provincias más pobres del país. Para hacerlo, la Fundación recibió, en cinco años, casi 300 millones de euros del Estado.
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HASTA QUE, el 25 de mayo de 2011, estalló la noticia: Bonafini había echado a Schoklender de la Fundación, y lo acusaba de las peores cosas. La pelea se había desencadenado cuando un cuadro intermedio del Gobierno, descontento con su parte de la tarta, empezó a ventilar sus irregularidades: la Fundación Madres de Plaza de Mayo era un agujero negro donde desaparecía el dinero que el Estado le daba para sus supuestas construcciones. La entonces presidenta, Cristina Fernández, viuda de Kirchner, colérica, exigió respuestas y empezaron a volar acusaciones e invectivas. “Hebe era una mujer muy primitiva, de muy poca educación, y terminó rodeada de obsecuentes. Ella dejó de ser la mujer que viajaba todos los días en colectivo hasta La Plata; ahora es la mujer que si no viaja en primera, no te viaja”, dijo entonces Schoklender, y empezó a contar todo tipo de historias. Y Bonafini dijo que “no iba a contestar al puterío”, pero los suyos empezaron a filtrar informaciones que responsabilizaban del fraude a Schoklender y hablaban de su “nivel de vida, sus Porsche, sus aviones”.
El delito parecía evidente, pero no hubo proceso: todos los papeles sospechados llevaban la firma de Hebe de Bonafini y las acusaciones se encontraron, durante años, con una justicia poco interesada en atacar a la Gran Víctima, la Madre que había sintetizado la reserva moral de un país con tan pocas reservas. Y que, además, todavía tenía el apoyo absoluto del Gobierno —lo cual, para la mayoría de los jueces argentinos, es un criterio jurídico decisivo. Hasta que, en 2015, el kirchnerismo perdió las elecciones.
El 15 de mayo pasado el juez federal Marcelo Martínez de Giorgi decidió procesar a Sergio Schoklender y Hebe Pastor de Bonafini por “defraudación de la Administración pública”: su investigación definió que, de las 4.700 casas anunciadas —y pagadas por el Estado—, Sueños Compartidos sólo había entregado 822, y detectó la desaparición de más de 205 millones de pesos —unos 40 millones de euros al cambio del momento. El juez también acusó a Pablo Schoklender, el hermano menor, y a José López, el exsecretario de Obras Públicas que saltó a la fama cuando lo agarraron en la puerta de un convento con varios bolsos cargados de millones de dólares. Sergio Schoklender intentó justificarse: dijo que Bonafini usaba el dinero para pagar “las campañas políticas de los candidatos que Cristina le indicaba”.
Ella, en cambio, dijo que su procesamiento “es el precio que tenemos que pagar por haber dicho que Macri era nuestro enemigo”, y difundió una carta que le había mandado, días antes, a la ex basura fascista Jorge Bergoglio, ahora conocido como Papa Francisco. “Vení que te necesitamos; la estamos pasando muy mal, el país parece una montaña que se cae a pedazos como cuando sucede un terremoto”, le decía. Desde Roma, el jefe de los cristianos le contestaba que “te agradezco lo que me decís en la carta y quisiera reiterar lo que dije tantas veces y te lo expresé cuando estuviste en el Vaticano: frente al dolor de una madre que pierde a sus hijos de una manera tan cruel y violenta siento un profundo respeto y la necesidad de acompañarla con mi cercanía y oración”. Durante décadas, ese dolor la hizo inmune a cualquier crítica, a cualquier escrutinio; parece que ya no. Hace unos días Bonafini, ya 88 años, habló en un acto público: “Basta de ser democráticos para ser buenitos. Yo me cago en los buenos, no soy buena”, dijo. Lo que se juzgue no será eso, sino el robo de muchos millones. Sergio Schoklender tiene grandes posibilidades de volver a la cárcel; Hebe de Bonafini, por su edad, por su imagen, muchas menos. Aunque, por ahora, tampoco podrá salir de la Argentina: se lo prohibió, a mediados de junio, el juez que decretó la quiebra de la Fundación Madres de Plaza de Mayo.
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