La luz apagada
Se lee para salir del cuarto, y cuando se deja de leer no se puede volver a ningún sitio
Cada cierto tiempo llega un mail pidiendo sugerencias de libros. Los últimos que leíste, los que recomiendas en verano, los que te marcaron la vida, los que te llevaron a la muerte. Si no suelo participar no es por falta de tiempo, sino para no recomendar más libros de los que he leído. Hay que reconocer también que las peticiones cada vez estrechan más el margen: los 20 libros que más te gustaron esta semana, por ejemplo, y no vale repetir autor ni puede llevar la palabra “amor” en el título.
Hace unos días respondí a la invitación de Librotea, la librería digital de este periódico. Y entre los recuerdos empezaron a aparecer, de repente, libros que había leído de niño de forma memorable, como leía entonces. Procedentes de una época en la que sucedía algo milagroso: cuando me apagaban la luz para que me pusiese a dormir, y aún seguía con la luz de un reloj calculadora debajo de las sábanas apurando párrafo a párrafo, porque la luz no daba para más.
Así recordé a Elvis Karlsson, el libro de María Gripe que fue el que más veces leí en mi vida, aunque ahora diga que es El gran Gatsby porque me debe de parecer más serio. Y Mi amiga Flicka, de Mary O’Hara; un drama tan grande que cualquier niño cree que lo ha dejado atrás hasta que pierde a su primera mascota, y empieza a descubrir que la diferencia entre el dolor de las ficciones y el de la vida es que las heridas de la segunda no desaparecen nunca.
Los primeros libros tenían en común algo: los protagonistas se detenían con las cosas para observarlas sin interferir en ellas. Sin capacidad de decisión, con los movimientos limitados, desplazados de un lado a otro por los adultos, frecuentemente solos, viviendo con la esperanza de ser premiados o el temor de ser castigados. Hacer de la soledad un arte misterioso, el tiempo en el que uno no solo quiere saber cómo se llama cada cosa sino su funcionamiento. Al contrario de lo que luego ocurre, el desconocimiento entonces es una virtud.
En The Killing, una adolescente se escapa de casa para grabar a las mariposas monarca. Estas mariposas hacen una migración de 5.000 kilómetros; necesitan varias generaciones para completarla. Las nuevas sustituyen a las primeras muertas, y saben el camino que les va a llevar, tres o cuatro generaciones después, al sol de California. Hay una literatura con la que se aprende que la mayor ambición, desde escapar de casa hasta conquistar el mundo, responde a un objetivo infantil; se lee para salir del cuarto, y cuando se deja de leer no se puede volver a ningún sitio.
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