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Columna
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Los tatuajes de la madre

Manuel Rivas

ALI ALI siempre estuvo fascinado por los tatuajes de su madre. También de sus tías. Eran visibles los de las manos y la cara. Pero, por ese acuerdo secreto entre madres e hijos, Ali Ali sabía que había un fascinante oasis de signos y formas cubierto por las ropas. Se los hacían las mujeres entre ellas. Hervían ceniza en una olla y esa pasta se mezclaba con una tinta esencial, el hilo de leche de una hembra que venía de alumbrar, y la sangre que emanaba del pinchazo de la aguja. Eran dibujos que protegían como conjuros los órganos vitales. Enmarcando el ombligo, el signo del infinito. En cada trazo, una voluntad de sentido y belleza. Y erotismo. Una sutil simetría de alas y hojas elevándose por piernas y muslos. La magia de dos escorpiones custodiando la vulva, el origen del mundo.

Cuando Ali Ali tuvo que hacer su trabajo de doctorado en Bellas Artes de Damasco, pensó en esa obra de arte que lo había engendrado. El cuerpo de la madre. Fue un acontecimiento que fascinó a la directora de tesis. Amina, la madre de Ali Ali, era portadora de una tradición estética que se revelaba como una misteriosa vanguardia que atravesaba los siglos al margen de cualquier canon o comercio.

He visto a Amina, su retrato. Ella estaba a miles de kilómetros, en una aldea llamada Khatounie, en la provincia de Al Hassake, en la Mesopotamia siria. No vive, pero nos mira desde uno de los cuadros de su hijo Ali Ali. Nos mira de una forma especial, como apoyada en el muro de una frontera, la que separa el país de los escombros y el país de los colores. En realidad vivía hasta hace muy poco, hasta hace nada. Así que es comprensible que nos siga mirando. Nos mira antes de morir de pena y después de morir de pena.

En los años ochenta, empezaron a multiplicarse las mezquitas. Grandes templos. Llegaron imames. Había mucho dinero. Gracias al petróleo.

Porque Amina se murió de pena el otro día. Cuando supo que su hijo menor, Jaizán, de 17 años, había muerto por la explosión de una mina. Y poco antes un obús destrozó a un sobrino de 16 años. Y una de sus hijas acababa de descubrir que el marido, profesor de filosofía, a quien creían preso en la cárcel por sus ideas, había sido ejecutado por el régimen fascista de Bachar el Asad hace ya tres años. Tres años convencida de que vivía, tres años enviándole cartas de amor y ánimo. No puedo seguir, lo siento, Amina. En tu casa, con Soleimán, el marido, se han criado 22 chicos y chicas. Todos, y los millones de refugiados, están en tu mirada, antes y después de morir de pena. Es una mirada que no deja de mirar. Que no toca fondo. Que va más allá del fondo.

Creo que estás preocupada por el vacío.

Ali Ali me cuenta que, cuando tejías las alfombras y los tapices, no dejabas ni un espacio vacío. Tú, y las otras mujeres, no dejabais ni una pared, ni un mueble, ni una ventana o puerta sin dibujos ni colores. En Al Hassake estaba el lago. Existía el oasis. Y la tarea, cada día, era vivir con esa voluntad de oasis. Tú te tatuabas. Las muchachas vestían de colores. Nadie ocultaba el rostro. En la escuela convivían musulmanes, cristianos, judíos, y drusos, kurdos, y otras muchas etnias del crisol mesopotámico. Era un tiempo feliz, el trabajo transformado en fiesta, cuando todo el pueblo colaboraba para preparar las casas cada año, la mezcla de arcilla y paja, para resistir la inclemencia. Y la gente menuda hacía muñecas, esculturas y carritos. No había mezquita. Eras creyente, musulmana, pero nadie te imponía ni imponías.

Algo ocurrió. En los años ochenta, empezaron a multiplicarse las mezquitas. Grandes templos. Llegaron imames. Había mucho dinero. Gracias al petróleo. ¡La religión del petróleo!, decía Ali en broma. Empezaron a desaparecer los colores de las vestimentas. Había que ocultar todos los tatuajes. A una de tus hijas le quedó dañada la cara por esa imposición. Luego, hubo que poner velos y vestirse de negro. No estaba bien visto compartir amistad con los otros. ¿Los otros? Para ti, eran vecinos.

La mayoría de los jóvenes se cansaron. Hubo una revolución democrática, pacífica, en 2011. Una primavera. La represión fue feroz. Empezaron a aparecer armas pesadas. Grandes todoterrenos. Destrozaron la naturaleza como una alfombra. Y tú decías: “Ahora todo eso se va a llenar de cosas malas”. Y llegó un momento que sólo había dos opciones: coger el chaleco de guerra o el chaleco de náufrago.

Estoy con tu hijo, Amina. Allí donde ve un vacío, pinta un oasis.

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