La encrucijada de los niños de Calabar
El estado nigeriano de Cross Rivers aplica de forma laxa la ley para proteger a los menores abandonados en las calles de una turística ciudad
Entre una espesa vegetación tropical, bañada por una infinidad de canales y arroyos, sobresale la colina sobre la que está edificada la vieja ciudad colonial nigeriana de Calabar. A sus faldas, rodeando la que fue primera localidad en el comercio de esclavos africanos durante el siglo XVIII, se yerguen nuevos edificios, calles y carreteras que amplían la que ahora es capital del estado del sudeste del país, Cross Rivers. Nada más entrar en el centro urbano, un gran rótulo circunscrito en una escultura erigida en una populosa rotonda anuncia que se accede a un lugar especial. En él se lee: "El paraíso de la nación". Pero este lema atractivo para los turistas se desmonta al pasear por sus calles y ver a menores que deambulan solos, se prostituyen o tienen que robar.
Algunos de los ellos pertenecen a mafias organizadas. El gobernador del Estado, Ben Ayade, reconoce el problema y creó hace dos años un grupo de seguridad específico para apartar a los grupos que reclutan a niños de la calle y que en la mayoría de los casos fuerzan a delinquir. "Sois conscientes de que tenemos grandes ideas y proyectos para desarrollar una nueva economía. Pero no serán nada si no tenemos la seguridad necesaria", afirmó Ayade el día de la inauguración de esta nueva fuerza, según el diario The Guardian (Nigeria). Stella Oreme Odey, actual comisionaria de los asuntos de la Mujer de Cross Rivers, recoge el testigo y pide a la población fe y apoyo al Gobierno. "Se están haciendo esfuerzos para mejorar la situación", aseguró el pasado octubre.
Pero pasa el tiempo y todavía queda por hacer. Williams Arikpo, coordinador de la ONG African Child Foundation calcula que ahora hay más de 1.000 menores abandonados en las calles de Calabar, la policía estimaba en 2012 cerca de 500. La situación es conocida por el Gobierno. "Los menores son muy vulnerables debido a la escasa protección de la que gozan por parte de las autoridades y a la poca credibilidad que le dan los adultos", declaraba Elizabeth Adua, jefa del departamento de los Derechos del Niño del Ministerio del Menor del Cross River y delegada de Unicef en el Estado en 2012.
Nigeria es un país predominantemente religioso, musulmán al norte y cristiano al sur. Es difícil encontrar a alguien que no crea en la existencia de algún dios que prometa la vida eterna sobre las colinas de algún paraíso. Richard, un muchacho de 15 años, acude a una prueba irrefutable para él: “Si no existiese, ya estaría muerto”, expone con convicción, consciente de los muchos peligros a los que le enfrenta la vida en la calle después de ser abandonado por sus padres. Él es uno de esos niños que pululan en las calles del paraíso que ha creado su Gobierno para los turistas. Un paraíso que les es hostil y peligroso y donde algunos líderes religiosos y gurús deforman la palabra de ese dios para denigrarlos con impunidad.
“Muchas familias creen firmemente en lo que algunos de esos charlatanes dicen y promueven la estigmatización que termina en el abuso o en el abandono de los niños”, explica James Ibor, abogado y voluntario en el Consejo Civil de Cross Rivers sobre los derechos de las mujeres y los niños. “A través de sus sermones, de sus libros y películas, acusan a los niños de ser brujos o estar poseídos por espíritus malignos; de ser los responsables de cualquiera de los problemas que pueda tener la familia”, explica el abogado.
La responsabilidad sobre la muerte o la enfermedad de algún familiar, pero sobre todo los problemas económicos, recaen sobre las espaldas de muchos menores que apenas acaban de aterrizar en el mundo. Una forma frecuente de abusar de ellos es forzarlos a trabajar; ya sea como prostitutas en el caso de las niñas, o paseando por las calles con un balde en la cabeza repleta de cosas para vender: bolsas de agua, fruta, dulces...
Con trabajos de este tipo los menores se exponen a robos, engaños e incluso violaciones. Al regresar a casa los padres no creerán a sus hijos y les pegarán por no llevarles el dinero que deberían. De ese modo, son los mismos niños los que, a la siguiente vez que les ocurra algo parecido, no querrán volver con sus progenitores. Favor tiene 11 años y una sonrisa que no se le borra de la cara a pesar de recordar perfectamente un día en que volvió a su hogar después de haber conseguido vender toda su mercancía. “Mi madre se enfadó mucho, me pegó y me echó”, confiesa con esa sonrisa que ahora se torna falsa e incómoda. Cuenta Favor que había perdido todo el dinero ganado, 2.000 nairas (unos cuatro euros) por el camino.
“Me robaron. Mi madre se enfadó mucho, me pegó y me echó de casa”, dice una menor abandonada
En los últimos años la tasa de crecimiento de la población en Nigeria se ha disparado. Se estima que la población superará a la de los Estados Unidos para el año 2050, según un informe del Departamento de Población de las Naciones Unidas de 2013. Este aumento de la natalidad se mezcla con la crisis económica, en la que el país lleva inmerso desde 2009, junto a un masivo desplazamiento del campo a la ciudad de muchas familias que esperan encontrar en la urbe el sustento que el campo ya no es capaz de proporcionarles. Esto podría empeorar la situación.
“Nuestro sistema de salud no existe en ningún sentido y los servicios sociales están prácticamente muertos”, explica Ibor, “por lo que las familias que no tienen ingresos tampoco tienen ningún apoyo gubernamental con el que poder hacerse cargo de los hijos”. Las consecuencias que ello conlleva son que los niños que no han sido abandonados directamente por sus padres avergonzados por tener un brujo entre ellos, decidan marcharse por su propio pie después de haber sido violados o apaleados repetidamente por sus progenitores frustrados y manipulados por el último sermón religioso que hayan escuchado.
La vida en la calle
Amanece en el barrio de Bogobiri, en Calabar, el más frecuentado por los niños que sobran en el paraíso. El golpeteo de unas gotas de lluvia sobre las hojas de las palmeras que les protegen termina por despertar a los más remolones de un grupo de seis chavales que se apretujan sobre los sacos que les han servido de colchón. A su alrededor, una hoguera extinguida, ennegrecida por la lluvia, y decenas de botes de pegamento exprimidos hasta el máximo.
Adormilados, desorientados algunos, recogen sus escasas pertenencias –el saco bajo el que han dormido— y se disponen a empezar su jornada laboral. Desde ese momento hasta que se oculte el sol, al atardecer, recorrerán las calles de Calabar buscando en cualquier lugar, por peligroso e insalubre que sea, un trozo de hierro, de aluminio o de cobre que después venderán “a los mayores”. Con lo que saquen, tendrán acceso a un plato de arroz; su única comida del día.
Richard aparece poco después de que algunos de ellos se hayan marchado ya. Son todos amigos suyos, pero no le gusta pasar la noche con ellos después de que hayan tomado drogas. “Se vuelven más agresivos y buscan problemas por el dinero”, explica el joven, luciendo unos tatuajes en el cuello que se ha dibujado con rotulador. “Cuando acabas en la calle tienes que sobrevivir. Nadie te da comida, pero tú necesitas comer. No quieres ser un mal chico, pero el hambre te hace robar y ahí actúa la policía”, explica James Ibor que desde su posición como abogado, lamenta no poder hacerse cargo de todos los niños que viven en la calle. Actualmente lleva los casos de más 200 muchachos que han sido arrestados por las autoridades.
"No quieres ser un mal chico, pero el hambre te hace robar y ahí actúa la policía”, explica un abogado
En el estado de Cross Rivers existe una completa ley de protección del menor de laxa implementación. Para la juez de familia Fidehi Okpo Sne, encargada de los asuntos del menor, el problema es la falta de medios. "El poder político no proporciona los recursos necesarios para que podamos hacer cumplir la ley que es perfecta en la teoría, pero absolutamente inexistente en la práctica”, manifiesta.
Por otro lado, para James Ibor hay una ley que no existe sobre el papel pero que, sin embargo, en la práctica se acomete con efectividad. “Las redadas contra los menores son facilitadas por el Ministerio de Desarrollo Sostenible, en un intento de mostrar al mundo, a los potenciales turistas, que el crimen no es posible en Cross Rivers”, explica el abogado, que ha de encontrar la verdad entre dos versiones; la de los muchachos que aseguran que no están implicados y la de la policía que les muestra confesiones firmadas en las que los menores admiten los crímenes, “evidentemente, después de haber sufrido múltiples torturas”, asegura Ibor.
Cierre del Destiny´s Child Center
Como si de una huida se tratase. Como si hubiesen salido corriendo sin mirar atrás, abandonando todo lo innecesario; todo lo que no pudiesen cargar con sus propias manos. Así parece que se marcharon los niños y niñas que habitaban el Destiny´s Child Center. Fue la única casa de acogida en Calabar que desde 2009 hasta el año pasado fue el hogar para muchos de esos muchachos que no tenían a nadie que cuidase de ellos.
Hoy no es más que un recinto abandonado. Las habitaciones todavía lucen en las paredes los horarios y las oraciones de cada comida; pizarras con restos de los últimos cursos; colchones apilados; ropa y cuadernos desvencijados tirados por el suelo. El centro se abrió con financiación del antiguo gobernador y por el interés personal de su mujer. Williams Arikpo era el encargado de coordinarlo a través de la ONG que fundó en 2003 African Child Foundation. “Desde el inicio tuvimos mucha presión. Se nos acusaba de utilizar dinero público para nuestro beneficio. Nos criticaban por ayudar a niños que no procedían del estado de Cross Rivers; nos acusaban incluso de venderlos… Después de toda esa presión, el Gobierno volvió a tomar el control del centro y a día de hoy está cerrado”, asegura Arikpo.
Algunos de los chicos que vivían en Destiny´s pudieron regresar a sus casas y otros encontraron a algún familiar que se hiciera cargo de ellos, pero muchos tuvieron que regresar a la calle. Como le ocurrió a Kinsley y a sus dos hermanas pequeñas: Queen y Esther. Los tres son huérfanos y no tienen dónde ir. Él es el mayor, se dedica a recoger latas por la ciudad para venderlas. Su deseo es volver a la escuela. “No os olvidéis de mí”, le ruega tímidamente a Arikpo y a su mujer Madelaine, que es enfermera.
A la espera de que organizaciones extranjeras con las que tienen contacto, como la Asociación Africanista Manuel Iradier de Vitoria-Gasteiz, encuentren fondos para su ONG, ambos dedican parte de sus sueldos y de su tiempo a la alimentación y al cuidado médico de estos niños. Al menos un día a la semana eligen un punto estratégico del barrio de Bogobiri donde crean una improvisada sala de visitas médicas para atender a los muchachos. Arikpo se mueve entre los menores como si fuera uno de ellos. Todos le escuchan y obedecen sin oponerse. Quizá ayuda el hecho de que él mismo, de niño, estuviese a punto de acabar en la calle también. Despojados de su identidad y de su hogar, “debería haber una policía especializada para protegerlos”, manifiesta.
Al término de la jornada semanal, en un parque de Bogobiri, Arikpo y su mujer terminan tomando uno de los cientos de coches que funcionan como taxis por la ciudad para regresar a casa. Casualidades de la vida, en una de las paradas una nueva pasajera, de unos 20 años, se introduce en la parte delantera. Él la reconoce enseguida. Happiness era una de las niñas que dormían en el Destiny´s hace unos años. Ella les informa de que fue madre hace poco, pero Arikpo, al verla sin el bebé, no quiere preguntar por la niña. Teme que la rueda siga girando.
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