María Pagés: “El flamenco es tan catalán como andaluz o castellano”
LA VIDA de María Pagés (Sevilla, 1963) explica el viaje del flamenco desde el mundo marginal de los tablaos al de los escenarios cosmopolitas. A punto de partir para el festival de Spoleto en Charleston (Carolina del Sur), recibe en su piso de la calle de Alcalá al final de la tarde de un caluroso festivo que no lo es para ella: su compañía ensaya siete días a la semana. A la vuelta de EE UU, estrenará en el Teatro Español de Madrid el espectáculo Óyeme con los ojos. De porte atlético, hace un ovillo con las piernas para recogerlas en el sofá y lo deshace horas más tarde, cuando la entrevista concluye, sin delatar esfuerzo alguno.
¿Su preparación física es comparable a la de deportistas de élite? Cuando empecé, ensayábamos mucho, pero nos cuidábamos poco. Yo solo comía helados. Pero llega un momento en que el cuerpo pide orden.
¿Qué ha cambiado? Muchas cosas. Antes bailábamos sobre cualquier suelo. Si encontrábamos un pavimento de cemento, allá mismo. Y eso, con el tiempo, lo pagan las rodillas. Ahora llevamos un piso de madera que se cuida como si fuera un instrumento.
Muchos deportistas han vivido sus entrenamientos como algo traumático que no aconsejarían a sus hijos. Tengo 53 años y sigo bailando. La palabra sacrificio está en las antípodas de mi mundo. Ha sido un privilegio bailar tantos años en tantos lugares del planeta. Siempre que esperamos a que se levante el telón lo repito a mi gente: “Acordaos de lo que nos ha costado llegar hasta aquí”. Cuando he tenido una lesión y me he recuperado, siempre he pensado: “Qué bien que puedo matarme de nuevo”.
¿Cómo comenzó? Llevo bailando toda la vida. Nacer en Sevilla hace que crezcas con eso. Aprendes para vestirte de flamenca para la Feria de Abril.
Pero no lo vivió en su casa. No. Mi padre era profesor de matemáticas y mi madre tenía una tienda de zapatos. Yo era la pequeña de cinco hermanos, la única niña.
O sea, que le pusieron el traje. Con seis meses. Me sentaron encima de una mesa porque, claro, no caminaba. Mis hermanos se dedican a otras cosas: uno es arquitecto, otro siguió con el negocio de la familia… Al pequeño lo hicieron bailar conmigo. Se hacía así: ya que baila la niña, que tenga pareja. Pero lo dejó.
En su familia el flamenco no formaba parte de la educación. Me vino del entorno, pero siempre he pensado que hubiera bailado aunque hubiera nacido en Pernambuco. No puedo entenderme sin bailar.
No todas las niñas se van a bailar a Madrid. No, claro. Desde los cuatro años me llevaron a clases. Con cinco pisé mi primer escenario y tuve buenos maestros: Adelita Domingo, Manolo Valdivia… Mis padres supieron ver en mí algo que no reconocían como suyo. El flamenco es una manera de vivir y entender las cosas. Y cuando empecé era un entorno mucho más cerrado que ahora.
¿Es difícil llegar tan lejos en el flamenco sin ser gitano? Es cierto que vivirlo en tu familia te educa. Pero mi familia es de muchos lugares. Mi abuela es de Lérida. Fue a Sevilla en la exposición de 1929 y conoció a su marido. La familia de mi padre llegó de Ibiza. No provengo de un entorno flamenco y, en cierta medida, lo he sufrido. El modo de concebir mi trabajo delata que soy una outsider. Aunque eso ahora está cambiando.
“Ha sido un privilegio poder bailar tantos años. Siempre se lo repito a mi gente antes de que se levante el telón: ‘Acordaos de lo que nos ha costado llegar hasta aquí”.
¿Está desapareciendo el purismo en el flamenco? Antes era difícil que alguien no andaluz bailara. Hoy en nuestra compañía hay un chileno y un chico de origen africano. Es un eco de la sociedad. Hace 40 años un extranjero hubiera sido algo imposible de asumir por los puristas, una marcianada. Pero la esencia del flamenco es sincrética. Por su savia corren todas las disidencias. Es un gran arte porque su naturaleza es hospitalaria. De eso extrae su universalidad. Nunca ha sido una isla. El arte se alimenta de la vida. Haciendo nuestros otros conocimientos, creamos otra belleza y una nueva emoción. Que mi familia no fuera de origen andaluz rompe con los tópicos localistas, porque el flamenco es tan catalán como andaluz o castellano. Nacer en una familia como la mía me aportó distancia para explorar el flamenco.
Llegó a Madrid con 15 años. A casa de una señora que alquilaba habitaciones en la glorieta de Bilbao. Vine a la escuela del Ballet Nacional y a trabajar en la compañía de María Rosa. Bailaba en tablaos. Era la época en la que Saura empezó a buscar gente para su Carmen. Lo más difícil de esta profesión es elegir bien los trabajos en los que te vas a dejar la piel. Algunos encaminan y otros te paran.
¿A usted qué la encaminó? Trabajando con Antonio Gades sentí que el flamenco estaba dignificado. Estaba orgullosa de ser independiente. Había vivido situaciones difíciles: llegar a bailar a un sitio sin saber ni dónde vas a dormir. Las compañías trabajaban así. Pero Gades estaba comprometido con quien trabajaba con él.
¿Cómo comenzó a trabajar con Gades? Me costó porque me encontraba demasiado alta. Pero al final me cogió y me dijo que saliera a saludar al lado de los chicos. Me quedé cuatro años, hasta los 23. Era muy estricto, fue un gran maestro. De él aprendí la importancia del trabajo en equipo y por eso decidí formar mi propia compañía.
Estudió y trabajó lejos de su familia y en una ciudad que no era la suya. ¿Los 15 años de antes no son los de ahora? Saber cuál es tu camino te hace mayor. Ya de niña me tomaba el baile muy en serio. No era un hobby. Sabía que era mi vida. Y no tuve que convencer a nadie, mis padres jamás pensaron que fuera un capricho.
Con 16 años se va de gira con la compañía de María Rosa por Japón y la Unión Soviética. ¿Cómo se pasa de un tablao a un escenario? Son escalones que vas subiendo. Mi primera salida al extranjero fue un mes en Japón y mes y medio en la URSS. Lo mejor de la enseñanza que recibí es que el escenario era un espacio habitual, no algo extraordinario. Cuando no actuábamos para las Hermanitas de los Pobres era para homenajear a la viuda de un cantaor. Eso te curte.
¿Qué ha aprendido viajando? Que en todas partes hay algo que merece la pena. Incluso en Siberia en la época de Bréznev.
¿Qué había en Siberia? En un lugar inhóspito, a 38 grados bajo cero, me comí el mejor helado de mi vida.
La crítica internacional ha loado sus brazos interminables. ¿Qué hace que una niña destaque entre tantas bailaoras? Siempre he tenido curiosidad por lo que hay fuera. Tal vez porque yo ya era de fuera, me fijo en otras músicas. Pero le debo a mi padre la atención a las matemáticas. El baile y el ritmo son matemáticos: las coreografías, las proporciones, las medidas.
El filósofo francés Didi-Huberman dice que el flamenco es el último reducto del arte contemporáneo porque sus acciones son irrepetibles y porque el público exige más que en ninguna otra disciplina. El flamenco no nació ni en un escenario ni en una academia. Viene de lo marginal. Y ha ido integrándose en la sociedad. Por eso se nutre de lo popular, de las vivencias, de la emoción y los sentimientos, y evoluciona con el ser humano sin los límites de la academia o de la técnica. Es inagotable porque su origen es lo más íntimo del ser humano.
Nunca ha habido un artista flamenco de origen rico. ¿Era cosa de pobres? El flamenco nace como expresión, como necesidad, no tanto como espectáculo.
“El tesoro del flamenco es que el lamento, el ‘quejío’, nace de la emoción. Es algo atávico. El modo más primitivo de expresión de un arte”.
Caballero Bonald cuenta que Pepe Agujetas decía que para ser cantaor es mejor ser analfabeto porque quienes saben leer estropean la pronunciación. Lo que sucedió es que el entorno marginal era uno de los pocos ámbitos en los que uno podía expresarse libremente. La sociedad y la educación nos marcan el paso consciente e inconscientemente. El tesoro del flamenco es que el lamento, el quejío, nace de la emoción. Es algo atávico, el modo más primitivo de expresión de un arte. En Andalucía se ha bailado siempre, antes de que existiera el flamenco. Lo que lo ha hecho grande ha sido saber perdurar, pero también saber evolucionar. Por eso llega sin traducción.
Ha hecho un flamenco reivindicativo. ¿Por qué? Entendí que bailar por bailar no tenía sentido. Uno empieza bailando porque es capaz. Pero con el tiempo se plantea qué más puede aportar. Creo que se puede reivindicar y se puede denunciar. No es solo conciencia social, se trata de darle al espectador algo más de ti, tus ideas.
¿Pasar de bailar sola a montar una compañía no es convertirse en empresaria? Sí, es un esfuerzo para multiplicar lo que haces. Para poder bailar lo que yo quería bailar necesitaba que fuéramos muchos. Y me veía capacitada para decir algo. Creo en las comunidades de trabajo. Los bailaores siempre hacemos nuestras coreografías. No tenemos coreógrafos como en la danza clásica. En la época de Pávlova, La Macarrona se montaba su propio baile. Pero una persona sola no puede desarrollarse mucho. De uno solo importa más el cómo que el qué. Esa dinámica la cambia el grupo.
¿Qué les pide a sus bailaores? Que sean las personas que buscas. A mí el físico no me preocupa, doy importancia a que sea cada uno como es. Les pido esfuerzo, entusiasmo y que aporten al grupo. No hacemos audiciones, sino talleres de varios días para conocernos mejor.
¿Es exigente? Cada vez sabes más lo que quieres. En un espectáculo que estamos montando, Una oda al tiempo, los bailaores son los importantes, no yo. En Óyeme con los ojos lo son los músicos. Somos 16 y el protagonismo no lo tiene siempre el mismo. Estamos unidos. Hoy nacerá el primer hijo de nuestro guitarrista y estamos a la espera como si lo fuéramos a parir entre todos.
¿Ha tenido que desaprender algo para poder desarrollarse? No solo en el baile. Cuando he notado que un camino no era el mío, he vuelto atrás. La sinceridad es fundamental para lograr una voz propia. Hay contagios e influencias, pero hay que digerir ese aprendizaje.
¿Cree que el flamenco se valora más fuera que en España? A veces tienes la tentación de pensar eso. Cuando actúas en el Bunkamura de Tokio crees que ya no es algo marginal y de repente vuelve a suceder. Vuelven a negar que el flamenco es un arte, muchas veces las personas más cercanas que no ven más allá de una falda que se mueve y unos zapatos que golpean el suelo.
¿Cree que el franquismo lo perjudicó tratándolo como folclore y no como arte? Por supuesto. Se instrumentalizó como una manera de representar a España. Todo lo que sucede en la sociedad afecta a las artes de su tiempo. Y una dictadura limitó y paralizó al flamenco deshaciendo la carrera iniciada en los años veinte y treinta, cuando los intelectuales empezaron a valorarlo.
¿Qué defienden los puristas que admiran al Morente que canta flamenco puro, pero abandonaban el teatro cuando cantaba a Leonard Cohen? Morente siempre hizo flamenco, cantara lo que cantara. Los puristas son conservadores, pero han preservado el flamenco y han conseguido transmitirlo hasta hoy. Eso es importante, aunque lo es más que convivamos. Me interesa dialogar con otras artes. La danza y el baile son un idioma universal.
Se ha pasado la vida viajando. ¿Habla idiomas? Estudié francés en el colegio, pero me tuve que poner las pilas con el inglés por las giras. Aprendí italiano cuando viví en Roma con mi primer marido, que trabajaba para la RAI.
Está casada con el hispanista marroquí El Arbi El Harti. ¿Qué tiene él que ver con la irrupción de fray Luis de León o sor Juana Inés de la Cruz en sus espectáculos? Todo. Siempre he sido lectora. Pero la compañía ahora la llevamos los dos. Es nuestro proyecto de vida.
Antes vivía entre Madrid y Roma y ahora entre Rabat y Madrid. Vivo en Madrid de alquiler, pero para mí el hogar está en uno mismo. Son las personas, no las paredes, lo que hacen una casa.
¿Hasta cuándo se puede bailar? El flamenco es benévolo porque por encima de la cuestión física está la aportación artística, puedes bailar mientras puedas imaginar. Óyeme con los ojos es ese examen. No se trata de dar saltos mortales, es una puesta al día de mi ser porque el arte es pura experiencia, consiste en ser capaz de transmitir lo que vives.
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