Antoine Gallimard. El faro de la literatura francesa
SU HISTORIA empieza en un patio interior de París, ocupado por un jardín con cuatro setos tallados en formas cónicas que delimitan los extremos del parterre. Cuando era un niño, Antoine Gallimard solía jugar en este exclusivo pensil, que comunicaba con el palacete donde se encontraba el despacho de su padre. Antes lo ocupó su abuelo, fundador de la insigne editorial que sigue llevando el apellido familiar como si fuera un estandarte. Sentado en el mismo lugar, solo que unas cuantas décadas más tarde, Gallimard recuerda cómo hacía los deberes en un rincón de la mesa, ocupada hoy por una montaña de portadas en amarillo crema, el color corporativo. Cuando sacaba buenas notas, su abuelo le regalaba un volumen de La Pléiade, la lujosa colección en papel biblia que reúne las obras completas de los grandes de la literatura. De repente, le viene a la memoria William Faulkner, paseando en “un estado de ebriedad muy avanzado” por el jardín que tiene ante sus ojos. Y las historias que le contaba Louis Aragon cuando lo llevaba en coche a su casa de campo, “cada vez que libraba su chófer oficial, pagado por el Partido Comunista”. Y sonríe al recordar los sobres con dinero en efectivo que su abuelo le hacía llevar a Jean Genet, ya que este “se negaba a abrir una cuenta en un banco”.
“Para ser editor no hay que tener amor propio, porque a veces se nos trata de manera injusta”.
No cuesta adivinar que Antoine Gallimard siente añoranza por aquellos tiempos. “No hay que pasarse de nostálgico, pero fue una gran época. En aquel momento todavía se hablaba más de literatura que de economía”, ironiza. Para Gallimard, convertido en uno de los grandes editores europeos, algo ha cambiado desde la época en que su padre regentaba esta sede, en el corazón del barrio de Saint-Germain. “Ha habido una gran concentración empresarial y una financiarización muy fuerte. Por otra parte, antes contábamos con un núcleo duro de lectores que leían hasta tres o cuatro libros al mes. Con la llegada de esa generación que ha crecido con las pantallas, ese público tiende a desaparecer”. También el libro se ha transformado. “Se empieza a considerar que es una mercancía como las demás. Pero no es un producto de usar y tirar, sino un compañero con el que uno se reencuentra en la mesilla de noche. Es una mirada, un suspiro, una ensoñación. Un vínculo sin fin con los demás. Un libro es todo lo que no es palpable”.
Gallimard lleva casi 30 años al frente de la editorial francesa más célebre y prestigiosa, que cuenta con un catálogo incomparable. En él figuran Sartre, Céline, Camus, Cocteau, Saint-Exupéry, Duras, De Beauvoir, Simenon, Kundera, Modiano o Le Clézio. Gallimard nació en 1911 como anexo editorial a la Nouvelle Revue Française, revista fundada por André Gide a principios del siglo pasado. Se marcó un primer tanto publicando las obras de Marcel Proust y Paul Valéry. André Malraux y Raymond Queneau formaron parte de su comité de lectura, que se reunía una vez a la semana para escoger entre los manuscritos recibidos. Hoy acumula numerosos nobel y un total de 37 premios Goncourt, además de un volumen de negocio que roza los 200 millones de euros anuales. Sin embargo, Antoine Gallimard nunca estuvo destinado a ocupar el sillón de su padre. El delfín inicialmente designado era su hermano Christian, el primogénito. Un desacuerdo empresarial forzó su salida de la compañía y abrió un conflicto entre los cuatro herederos. Ganó Antoine, apoyado por una de sus hermanas. Con los otros dos, sigue sin hablarse.
Después tuvo que ganarse el cargo a pulso. “Hubo muchos escépticos. Se dudó de que tuviera las espaldas suficientemente anchas para dirigir una editorial tan difícil. Tal vez, porque es un hombre muy sobrio y reservado, que no impone demasiado físicamente y que no grita cuando habla”, recuerda el crítico literario Bernard Pivot, quien califica el resultado de su acción como “un éxito magnífico”. “Gallimard ha sido un tipo listo. Ha sabido rodearse de personas aptas, imponerse ante la batalla de egos y, sobre todo, evitar que la editorial termine en manos de banqueros”. En las últimas décadas, ha absorbido a los accionistas minoritarios para reforzar su control, además de adquirir sellos como Flammarion o P.O.L., una pequeña editorial que publica la obra de Georges Perec o Emmanuel Carrère.
Para Gallimard, un editor debe reunir distintas cualidades. “Si no te gusta leer, es mejor que lo dejes correr. La edición es pura artesanía. Si repites la misma fórmula como si fueras un industrial, habrás desaparecido en cinco años”, pronostica. Dice temer un porvenir en que su labor la acaparen simples especialistas del marketing. “Si los editores del futuro son economistas, gestores y tecnócratas, nuestro oficio desaparecerá”. Gallimard se compara con “el vigilante de un faro”, que sigue buscando buena literatura en la oscuridad. También con “un jinete solitario”. “Los buenos editores se enfrentan, muchas veces, a la opinión mayoritaria”, asegura. Le viene a la memoria una frase de uno de sus camaradas, el editor francés Christian Bourgois: “Nuestra misión es publicar libros que, en realidad, nadie quiere leer”. Entre sus últimas corazonadas se halla el autor libio Hisham Matar, hijo de un opositor a Gadafi que desapareció misteriosamente en los noventa. “Es un gran novelista, al que pronostico un gran futuro”, suscribe. Sin embargo, afirma tener poco tiempo para leer: “Un libro y medio a la semana, de promedio. Es algo que me hace muy infeliz”.
Otro de los requisitos de su profesión consiste en establecer relaciones sólidas con sus autores. “Y no es fácil querer a un escritor, porque pueden ser egoístas, injustos e ingratos”, reconoce. “Para ser editor no hay que tener amor propio, porque a veces se nos trata de manera muy injusta. Puedes pasarte años ayudando a un autor y que él termine considerando que le estás robando”, se resigna. “Este es un oficio muy afectivo. Está bien demostrar que tienes emociones y no comportarte como una serpiente fría y calculadora. Pero también debes evitar caer en el histerismo”.
La editora italiana Teresa Cremisi, que fue su número dos durante 16 años, destaca su sangre fría. “Tiene una valentía mental y física sin igual”, asegura. Cremisi recuerda un viaje a Sarajevo, en plena guerra de los Balcanes, para inaugurar un centro cultural: “Cuando ya nos marchábamos, vestidos con chalecos antibalas y subidos a un vehículo de la ONU, cruzamos el frente de guerra. El depósito de la gasolina fue agujereado, pero los soldados no quisieron detenerse para repararlo, considerando que la zona era peligrosa. Había mucha tensión. Pero Antoine, después de constatar que no podíamos hacer nada, se durmió tranquilamente en el asiento de atrás”.
Este hombre tranquilo y jovial, con aspecto de estar siempre soñando despierto, esconde también un implacable empresario bajo su disfraz. Sigue ejerciendo un control férreo sobre todo lo que publica, pese a encabezar un equipo de más de 500 trabajadores. Firma todos y cada uno de los contratos con los autores de su maison. “Es un gesto simbólico. Es una manera de formalizar el acuerdo que nos une a un escritor, y también una forma de recordar que esta casa no es una sociedad anónima”.
Su editorial es dinástica, y a mucha honra. No esconde que, en un futuro próximo, le gustaría que le sucediera su hija Charlotte, de 36 años, hoy al frente de una de las filiales del grupo, Casterman. “Me quedan 5 o 6 años de oficio. En todo caso, no más de 10. En Francia existe la tendencia a eternizarse en los cargos. Yo siempre digo que un faraón solo podía reinar 7 años, y yo ya llevo casi 30”, concluye antes de despedirse.
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