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El olvido y la palabra

Como en este café cairota, la memoria de la infancia de Matar evoca grupos de hombres y el 
pasar de las páginas impresas.
Como en este café cairota, la memoria de la infancia de Matar evoca grupos de hombres y el pasar de las páginas impresas. Bruno Barbey (Magnum)

EL RECUERDO más antiguo que tengo de los libros no es de leerlos yo, sino de que me los leyeran. Me pasaba horas escuchando, observando la cara de la persona que me leía en voz alta. A veces apoyaba la cabeza sobre el pecho o el vientre del lector y sentía la resonancia de cada vocal y consonante. Así llegaron a mí muchos libros: Las mil y una noches; las obras maliciosas y brillantes de Al Jahiz; la poesía de Ahmed Shawqi y sus coetáneos de Al Nahda, el renacimiento literario árabe que tuvo lugar a finales del siglo XIX y principios del XX; varios libros sobre las vidas de los Sahabah, y las obras de una larga serie de historiadores que trataron de explicar cómo y por qué una guerra o una época concreta había empezado o terminado. En aquel entonces nunca se me ocurrió preguntarme por qué no había libros para niños en la casa; ninguno que yo recuerde, al menos.

Tras una vida entera de relaciones apasionadas con los libros –algunos, como descubriría más tarde, poco merecedores de mi juvenil fervor, unos cuantos con los que me topé en el momento equivocado y muchos otros que todavía iluminan estancias en mi interior– en dos lenguas formidables, el árabe y el inglés, me resulta extraño, ahora que ya tengo cuarenta y tantos años, que el libro que más me ha afectado sea uno que cayó en mis manos cuando tenía 10 u 11 años y sobre el que apenas sé nada. No lo he leído. Y, pese a mis muchos intentos de encontrarlo, ni siquiera he conseguido averiguar el título o el nombre de su autor.

Los pasajes leídos transmitían los pensamientos íntimos de un hombre, una emoción hiriente.

Era una de aquellas tardes en las que nuestra casa en El Cairo se llenaba de disidentes políticos libios exiliados, algo frecuente en aquellos tiempos, de modo que no hubo siesta después de comer. Al contrario, quedó un grupo numeroso reunido en la sala de estar, entregado a una indolente conversación puntuada por las sucesivas rondas de fruta, té y café. El tiempo parecía infinito. El libro estaba sobre la mesita de café, entre platillos, tazas y ceniceros. Recuerdo que tenía una sencilla cubierta blanca, sin ninguna ilustración.

Era evidente que el huésped que había llevado aquel libro como regalo para mi padre olvidaba que era precisamente él quien se lo había recomendado algún tiempo atrás. Y como mi padre no quería decepcionar a su huésped, no reveló que ya lo había leído. Ahora me resulta curioso que semejante sutileza social se grabara en mi memoria.

Quizá fue por la naturaleza del silencio de mi padre, que, cómo no, hizo que el huésped tuviera más ganas todavía de expresar hasta qué punto apreciaba el libro. Lo cogió y se puso a leer en voz alta. Sentí que el efecto de las palabras reverberaba en la sala y hasta me pareció que vibraba en los muebles una vida interior. Ya no tengo a mi padre conmigo para preguntarle acerca de aquella tarde. Puede ser que me equivoque, quizá él no conocía en absoluto aquel libro y su silencio no tenía nada que ver con la educación, sino que era, más bien, su manera de responder al texto.

No recuerdo sobre qué trataban exactamente los pasajes leídos en voz alta. Lo que sí recuerdo es que transmitían los pensamientos íntimos de un hombre, de alguien que experimentaba una emoción hiriente o vergonzosa como el temor, los celos o la cobardía, sentimientos que siempre es complicado admitir, en especial para un hombre. En cambio, la franqueza de aquellas líneas, su capacidad de capturar esas reacciones cambiantes y vagas, era en sí misma valiente y generosa, el polo opuesto de la emoción que se describía. También recuerdo el asombro que me hizo sentir que las palabras pudieran llegar a ser tan precisas y pacientes y que ilustraran, en su devenir, lo que el niño que yo era entonces ya sabía de algún modo: que existe una distancia a la vez trágica y maravillosa entre la conciencia y la realidad.

Teniendo en cuenta los libros que ya me habían leído, no podía ser la primera vez que me encontraba ante una escritura semejante. Sin embargo, por algún motivo, en esa ocasión tomé plena consciencia de cómo me impactaba. También me produjo gran impresión el nuevo silencio que los pasajes dejaron tras su paso. Al menos temporalmente, crearon entre aquellos hombres de política, que me parecían regidos por el peso sólido de las certezas, un resonante instante de duda. Me sentí muy emocionado, alegre y melancólico, todo a la vez.

Tal vez sea ese el motivo de que aquel libro misterioso, según la lógica de mi memoria, haya engendrado cada uno de los que he leído desde entonces. Incluso los grandes libros a los que vuelvo siempre, como se vuelve a un paisaje favorito, parecen estar en deuda, no importa cuán fugazmente, con aquel texto desconocido e incognoscible. Cada palabra que he escrito se ha visto impelida por un entusiasmo que tiene sus raíces en aquella tarde de antaño, cuando era un niño y ni siquiera sabía todavía que los libros me hacían falta. Tal vez ese libro me haya resultado más útil así, perdido, que si hubiera podido encontrarlo.

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