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Tambores de guerra en el Báltico

Ejercicios militares de los kaitseliit con la OTAN el pasado mayo.
Ejercicios militares de los kaitseliit con la OTAN el pasado mayo. Fernando Moleres

ES EL AÑO 2020, 9 de mayo, y Narva, una ciudad en la frontera entre Estonia y Rusia, está de fiesta. El 9 de mayo es la fecha que más orgullo inspira entre los rusos. Es el Día de la Victoria contra los nazis en la Segunda Guerra Mundial. Narva pertenece a Estonia, pero el 90% de la población local habla ruso en casa y casi todos están en las calles esta mañana, celebrando. Muchos sienten que deben su lealtad principal no al pequeño país en el que viven, sino al gigante vecino, nación de sus antepasados.

Una multitud se congrega alrededor de un monumento al lado del río que separa los dos países. Hay discursos patrios y banderas rusas, una orquesta que toca música marcial, ramos de flores, señores mayores vestidos con uniformes militares de la era soviética y un centenar de policías y soldados del Ejército nacional estonio que vigilan la celebración con nerviosismo. Se palpa un trasfondo de tensión geopolítica nunca visto desde la Guerra Fría, quizá desde la crisis de los misiles en Cuba en octubre de 1962, cuando el mundo estuvo más cerca que nunca de una guerra nuclear.

Un miembro de los 'kaitseliit', una organización semioficial de voluntarios paramilitares.

Hace tres días, una noticia ha dado la vuelta al mundo: un caza estadounidense ha desaparecido sobre el mar Báltico y barcos de guerra de la OTAN lo rastrean ante la atenta mirada de la Armada rusa. El Gobierno de Estados Unidos advierte de que habrá consecuencias si se descubre que los rusos han derribado el avión. En las capitales de Occidente existe la sospecha de que Vladímir Putin, el presidente ruso, está intentando crear un conflicto internacional para desviar la atención de los graves problemas internos que amenazan la estabilidad de su país: la economía se desploma, las acusaciones de corrupción contra su Gobierno aumentan y las protestas se extienden desde Moscú a Vladivostok. Los medios estatales rusos echan la culpa de todo a “las mentiras de la Unión Europea y Estados Unidos”. Los Gobiernos europeos piden calma, pero Putin acumula tropas y tanques cerca de la frontera con Estonia, y todas las naciones de la región báltica, Suecia y Finlandia incluidas, movilizan sus ejércitos.

En Narva, Vladímir Alexeyev, un líder ruso local y veterano militar soviético, empieza su discurso ante el monumento de la Victoria: “Como bien ha dicho nuestro presidente, Vladímir Putin, ¡el colapso de la Unión Soviética fue la catástrofe geopolítica más grande del siglo XX!”. Aplausos, vítores y, de repente, una exclamación colectiva. Alguien ha lanzado un huevo al embajador ruso, salpicándole el traje. Perseguido por una veintena de hombres furibundos, un joven corre en dirección a los soldados estonios. Imposible saber quién dispara primero, pero minutos más tarde hay dos civiles muertos y varios heridos. Gritos, llantos, rabia.

Un veterano de la Segunda Guerra Mundial celebra junto a su esposa el 9 de mayo la victoria del Ejército Rojo frente a los nazis en Narva (Estonia).

La conmoción se extiende a Tallin, la capital de Estonia, y a Riga, la de la vecina Letonia, también fronteriza con Rusia. En ambos lugares se han celebrado eventos similares al de Narva, conmemorando el heroísmo ruso en la derrota de los nazis, y en ambos lugares hay brotes de disturbios callejeros. Son peores en Riga, donde la población de origen ruso es mayor y donde se ha quemado una bandera rusa frente al monumento de la Independencia. Aparece una pintada obscena en la puerta del edificio, en el centro de la capital, donde vive Vaira Vike-Freiberga, la expresidenta que promovió la entrada de Letonia a la Unión Europea y a la OTAN en 2003 y 2004. El canciller de Letonia recibe una llamada de su homólogo ruso que, exaltado, exige que se garantice la seguridad de los que considera sus compatriotas en territorio letón. Si no, el Estado ruso no tendrá más remedio que enviar a sus tropas para protegerlos. El canciller letón le recrimina, apoyado en un informe de la CIA, que el lanzador del huevo que detonó la violencia fue un agente del KGB.

En Tallin, grupos armados de la Liga para la Defensa de Estonia, los ‘kaitseliit’, una organización semioficial de voluntarios paramilitares, patrullan los barrios en la periferia de la ciudad. Narva, mientras tanto, hierve. En las calles se oyen disparos esporádicos, corren rumores de más muertes y los pocos habitantes estonios no rusos se han encerrado en sus casas. Todos salvo Ants Limets, el secretario municipal, que está en su despacho. Un grupo irrumpe en el Ayuntamiento y le da una paliza. La ciudad está sublevada, y el jefe del contingente militar estonio pide refuerzos. Un batallón de la OTAN destacado en Estonia, en el que se integran soldados británicos y franceses, se acerca a la ciudad. Aviones militares rusos sobrevuelan la frontera. Un tanque aparece del lado ruso del puente que cruza el río a territorio estonio…

Lisa Rohila, una de las voluntarias de esta fuerza paramilitar estonia formada por civiles.

SALVO LOS NOMBRES de las personas, el relato es, por supuesto, inventado. Pero no es inverosímil, y tampoco es del todo original. Se inspira en un libro en el que un general británico se imagina un panorama similar. Richard Shirreff fue el oficial número dos de la OTAN —“vicecomandante supremo aliado europeo”— entre 2011 y 2014. Describe su libro, publicado a finales del año pasado, como “una advertencia”. Utilizando como punto de partida lo que percibe como la creciente tensión hoy en día entre el régimen de Vladímir Putin y Occidente, Shirreff elige una ciudad fronteriza letona y narra la posible escalada de hostilidades, malentendidos, cinismo político y errores que podrían llevar a Europa y Estados Unidos, con los países bálticos como escenario bélico, no solo a la guerra con Rusia, sino al borde del Armagedón nuclear.

Estuve en Letonia y Estonia hace unas semanas. El lugar que más me impactó fue Narva. No tanto por el gélido clima político, aunque también, sino por el dramatismo de la imagen visual en el cruce fronterizo fluvial con Rusia. Del lado estonio del río hay un bonito castillo, como de un cuento de hadas; del lado ruso, otro, enorme y sombrío. Centinelas enemigos se observan a través del río desde 1492. Aquí se libró una tremenda batalla entre los imperios de Suecia y Rusia en 1700 y otra en 1944, en la que cayeron cientos de miles de soldados soviéticos y alemanes.

La comunidad rusa de Estonia celebra el aniversario de la victoria del Ejército Rojo contra los nazis en Narva.

La posibilidad de que la historia se pueda repetir ha estado presente en las mentes de la mayor parte de los 1,3 millones de habitantes de Estonia, la cuarta parte de los cuales se consideran “rusos étnicos” desde que el país declaró la independencia un par de años después de la caída del muro de Berlín. Lo que más ansiedad les provoca hoy es un recuerdo más reciente: la anexión rusa de Crimea, en el este de Ucrania, en 2014. La invasión militar ordenada por el Kremlin hizo sonar las alarmas aquí y en el resto de Europa, precipitando la decisión de la OTAN de enviar batallones a los países bálticos esta primavera como medida disuasoria en caso de que Putin intente aquí otra expansión forzosa del territorio ruso. El batallón asignado a Estonia operará bajo mando británico e incluirá tropas de Francia y Rumania. Fuerzas del Ejército de Tierra español, cuyo despliegue completo está programado para el mes de junio, se desplegarán en Letonia bajo mando canadiense. La OTAN también está reforzando su presencia en Lituania, con Alemania al frente, y en Polonia, donde mandarán militares de Estados Unidos. No se ha visto una escalada militar de esta magnitud en las fronteras con Rusia desde el final de la Guerra Fría.

Otra señal de la seriedad con la que los países de Occidente se toman la amenaza ha sido la decisión que tomó en febrero la pacífica Suecia, país no miembro de la OTAN, de imponer el servicio militar obligatorio a partir de 2018. La razón oficial: “Tensión en los países bálticos”.

El Gobierno ruso dice que la escalada militar de los países occidentales en sus fronteras ha incrementado irresponsablemente la posibilidad de una conflagración indeseada. En Narva, la mayoría local rusa comparte esta opinión. Una de las varias personas que lo expresa es Vladímir Alexeyev, que se retiró hace poco tras 45 años trabajando en una central eléctrica, 25 de ellos como líder sindical. Alto, brusco y fuerte, perfecto ejemplo de homo sovieticus, nació en Rusia y sirvió durante su juventud en el Ejército Rojo.

El río que separa Narva (Estonia) de la rusa Ivángorod, con sus dos castillos enfrentados.

“Rusia es mi patria, lo tengo claro”, asegura Alexeyev, pese a que sus papeles dicen que es ciudadano estonio. “Los triunfos rusos, como la anexión de Crimea, siguen siendo mis triunfos. Las derrotas rusas son mis derrotas, y no hubo derrota más grande en mi vida que aquel día de 1991 en el que Estonia se independizó”.

“la llegada de las tropas de la otan es un error colosal”, dice el ruso-estonio chuykin. “el riesgo de una escalada descontrolada en la zona es enorme”.

El desastre más reciente para Alexeyev ha sido la aparición en los países bálticos de las tropas de la OTAN. Un vecino de Alexeyev llamado Vladímir Chuy­kin, nacido en Siberia en 1951, piensa igual. “La llegada de las tropas de la OTAN aquí es un colosal error”, opina. “Es como si dos vecinos se llevan bien hasta que un día uno de ellos adquiere un perro feroz. De repente se dejan de llevar bien, uno no es bienvenido en la casa del otro, un día el perro te puede morder y después puede que tú quieras matar al perro… Si alguien de los dos bandos aquí muerde primero, aunque sea un accidente de tipo militar, el riesgo de una escalada descontrolada es enorme”.

En búsqueda de un poco de equilibrio hablé con Ants Limets, el secretario de la alcaldía de Narva desde hace 22 años. Limets pertenece a la minoría étnica estonia local, pero durante la época soviética trabajó en el aparato propagandístico del Partido Comunista. “Estar bajo el comunismo”, cuenta, “fue como vivir bajo el islam: te daban órdenes detalladas de cómo tenía que ser tu vida. La verdad es que nos ha ido muy bien en Estonia desde que nos independizamos de la Unión Soviética. Tenemos más dinero y mucha más libertad. Pero muchos de la mayoría rusa aquí en Narva aún siguen perplejos en este nuevo mundo sin reglas. Para ellos es como si a un musulmán devoto le demostraran un día que Dios no existe”.

Sus vecinos rusos ven a los soldados de la OTAN en territorio estonio, sostiene Limets, como agentes de Satanás. “En mi opinión, sin embargo, la llegada de los batallones de la OTAN es una cosa buena. Putin sabe que si muere un soldado inglés a manos rusas es muy diferente a que muera uno de aquí. Eso le hará pensárselo dos o tres veces antes de lanzarse aquí a una aventura como la de Ucrania”.

El estonio Ants Limets, secretario de la alcaldía de Narva desde hace 22 años.

Dicho esto, Limets reconoce que la presencia de soldados europeos y americanos hace que la situación sea más combustible. “Es una cuestión de elegir entre dos males. Pero sí, con las fuerzas militares de la OTAN aquí y los rusos con sus tropas del otro lado de la frontera y el zar Putin con sus ansias imperiales y su paranoia y su necesidad política de tener enemigos… Pues sí, lo que vemos aquí es un juego muy peligroso”.

“Ahora me he convertido en la muerte, destructora de mundos”. Estas fueron las palabras que salieron de la boca de uno de los inventores de la bomba atómica, Robert Oppenheimer, ocho segundos después de la detonación de la primera bomba, el 16 de julio de 1945. Las leí durante el vuelo a Riga, la capital de Letonia, en un libro titulado Sapiens, un brillante recuento de la historia de la humanidad escrito por un israelí llamado Yuval Noah Harari. Observa Harari que desde el día en que el experimento de Oppenheimer funcionó, el ser humano “se enfrenta por primera vez a la posibilidad de total autoaniquilación”.

También leí durante ese vuelo una entrevista en el diario Financial Times en la que el actual número dos militar de la OTAN, el general Adrian Bradshaw, advierte de consecuencias “catastróficas” si Occidente pierde la coherencia en su repuesta a Putin.

UNO DE LOS FACTORES CLAVE del incremento de la actividad militar rusa en la zona ES LA VORACIDAD DE PODER DE PUTIN Y SU CÍRCULO, Y SU DESEO DE MANTENERLO.

Mencioné la entrevista a numerosas personas en Riga —el ministro de Relaciones Exteriores, funcionarios del Gobierno, parlamentarios, periodistas, gente joven y gente mayor— y nadie dudaba del peligro que representa la vecindad con Rusia. Como dice una arquitecta: “Todos llevamos un pequeño sistema de alarma dentro de nuestros cerebros”. Por eso tanto los letones como los estonios han formado sus grupos de voluntarios paramilitares, Davides que se preparan para repeler una invasión del vecino Goliat. Por eso todos suman al recuerdo reciente de la invasión de Crimea los testimonios colectivos de un país que, al igual que Estonia, fue víctima de invasiones soviéticas y nazis a lo largo del siglo XX.

Hoy se añaden nuevos elementos de riesgo. El director de planeamiento estratégico del Ministerio de Relaciones Exteriores de Letonia, Andris Razanas, enumera algunos de ellos: desde la anexión de Crimea, los rusos han incrementado su actividad militar en la frontera, donde llevan a cabo juegos de guerra continuamente; cazas rusos sobrevuelan el mar Báltico con más y más frecuencia, muchas veces con sus transpondedores apagados [para evitar que se les identifique]; el gasto militar ruso ha crecido y están modernizando sus armas; y la ofensiva propagandística en los medios estatales rusos contra los países bálticos, Europa y Occidente en general aumenta en volumen. Lo último forma parte de los que los militares llaman “la guerra híbrida”, una combinación agresiva —similar a los intentos rusos de influir en las elecciones presidenciales de EE UU en 2016— de desinformación política, subversión económica y desestabilización clandestina.

En Narva, un ruso-estonio celebra el Día de la Victoria.

¿Por qué? ¿Qué es lo que motiva a Putin? ¿Cuáles son los objetivos rusos? Pocos conocen la mentalidad rusa mejor que los habitantes de los vecinos países bálticos. Pauls Raudseps, un veterano periodista letonio, identifica cuatro factores: “Uno, intentar debilitar o causar confusión en Occidente es, desde la época soviética, parte de su naturaleza. Dos, necesitan convencer a su gente de que los países bálticos son, como dice su propaganda, “fascistas” y “fallidos”, y que Occidente en general está en decadencia. Tres, el antiguo impulso imperial ruso. Cuatro, el deseo de Putin de mantener el poder en su mafia-Estado”.

Andris Vilks, director de la Biblioteca Nacional de Letonia, está de acuerdo, como lo están varios diplomáticos occidentales con los que hablé, en que el factor clave es el cuarto de la lista de Raudseps: la voracidad de poder de Putin y su círculo. Vilks, cuya madre fue condenada a la esclavitud de los Gulag de Siberia en los años cuarenta, agrega un elemento psicológico a la ecuación. “Son gente complicada, los rusos”, dice. “Son arrogantes, pero con complejo de inferioridad. Es una combinación peligrosa en un individuo y lo es más en un país con tanta potencia destructiva”.

Imposible, oyendo a Vilks, no hacer una conexión con Donald Trump, cuyo perfil psicológico parece corresponder, en versión infantil, con el diagnóstico de Vilks sobre el colectivo ruso. Cuando Trump repite su consigna, “volver a hacer grande a América”, uno sospecha que habla de sí mismo, quizá de su perdida juventud. No me sorprendió cuando Razanas, el estratega de la cancillería letona, me dijo que el sentimiento que motivaba a Putin era “volver a hacer grande a Rusia”.

En una celebración ortodoxa, un grupo de rusos-estonios llevan flores al monumento a los héroes de la URSS caídos en la Segunda Guerra Mundial.

Zaneta Ozolipa, una académica que asesora al Gobierno de Letonia, profundiza en la cuestión. “Hay mucha irracionalidad”, opina. “Hoy Rusia es más pequeña en cuanto a territorio que en ningún momento desde la época de Pedro el Grande, hace 300 años. Por más enorme que sea el país, el orgullo ruso exige una expansión del territorio nacional. A esto se suma la nostalgia por la grandeza perdida, su percepción de que ganaron la Segunda Guerra Mundial prácticamente solos y que su sacrificio nunca fue apreciado por Occidente. Putin utiliza esta visión colectiva rusa para mantener el poder y su dinero, pero es importante entender que no se trata de puro cinismo. Él también se la cree; él comparte con sus compatriotas todos estos resentimientos y orgullos, vanidades y complejos”.

El problema es que putin no es el único niño revoltoso sobre el escenario. Trump tiene también la capacidad de activar el botón nuclear.

La figura política más venerada y, por reputación, más sagaz de Letonia, conoce bien a los rusos, y a Putin personalmente. Se llama Vaira Vike-Freiberga y fue presidenta del país de 1999 a 2007. La visité en su piso en el centro de Riga y le hice la misma pregunta que a los demás. ¿Por qué la permanente hostilidad rusa?

“El señor Putin siempre está poniendo a prueba los límites, como un niño de dos años”, contesta. “Se salió con la suya en Crimea, y si siente que se puede salir con la suya aquí también, lo intentará”. ¿Es un impulso meramente infantil, entonces, o es realpolitik? “Las dos cosas. Al lado del sentimiento colectivo ruso de martirio está el sentimiento de heroísmo. Necesitan actos de bravura para compensar el permanente martirio. Así que si el rublo cae, o el Estado no gasta el dinero del gas y el petróleo en infraestructura, en educación y en sanidad, y la gente se vuelve más pobre mientras los gobernantes se enriquecen, lo que hace Putin es recurrir a la opción heroica. Es una herramienta fácil para ganar popularidad. No es que necesiten territorio, obviamente. ¡Necesitan sentirse grandes!”.

Miembros de la unidad de ciberdefensa de los kaitseliit estonios, grupos de voluntarios paramilitares formados para repeler una eventual invasión rusa.

Y grandes en una gran causa que en este caso sería, como explica Vike-Freiberga, la defensa de aquellos “rusos” en Letonia, y en Estonia, que sienten aún que perdieron su identidad patria cuando ambos países declararon su independencia de Rusia en 1991. La propaganda estatal rusa no deja hoy de denunciar que los cientos de miles de estos rusos apátridas en Letonia y Estonia, como los que conocí en la ciudad fronteriza de Narva, viven bajo el yugo de la injusticia y la opresión. La única manera de entender por qué difunden este mensaje es que están abonando el terreno en caso de que un día necesiten justificar una invasión.

Por eso la expresidenta Vike-Freiberga da la bienvenida a los batallones de la OTAN. Es la respuesta correcta que se les exige a los padres, dice, para marcar los límites al niño revoltoso.

El problema es que Putin no es el único niño revoltoso sobre el escenario. Son dos con el dedo en el botón nuclear. La mayor amenaza que Donald Trump representa para la humanidad reside no en sus planes presupuestarios y sus promesas de construir muros, sino en la posibilidad de que su relación con Putin termine mal y se desate un conflicto con Rusia. Uno puede soñar con que un adulto le reemplace en la Casa Blanca, pero hoy hay que suponer que Trump seguirá ahí en 2020.

El día después de los disturbios del 9 de mayo de 2020, el tanque sigue colocado del lado ruso del puente que cruza el río a Estonia; un batallón de la OTAN se acerca a Narva; muchas más tropas rusas avanzan rápidamente en dirección al tenebroso castillo al otro lado del río; aviones de guerra de ambos bandos sobrevuelan la zona. Un caza estadounidense ya ha caído en el mar Báltico. Ahora, un avión ruso ha desaparecido del radar. A las tres de la madrugada, en Washington, Trump recibe una llamada. Es el embajador de Estados Unidos en Moscú. Le informa de que Putin acaba de dar un discurso en el que se presenta como el salvador del pueblo ruso ante la amenaza de exterminio que representa Occidente.

Fuerzas de la OTAN en Estonia revisan un vehículo de defensa aérea.

El escenario terrorífico que el mundo había temido desde el día en el que Trump ganó las elecciones presidenciales en noviembre de 2016 se hace realidad. Trump, que carece de principios fijos y de una visión estratégica del lugar que ocupa su país en el mundo, y cuyos procesos mentales se guían por impulsos primarios, debe tomar una decisión.

¿Dialogar con Putin? ¿Lanzar misiles al cuartel general ruso en el mar Báltico? ¿Ambas cosas a la vez? Trump no tiene ni experiencia ni criterio para saber elegir. Durante la crisis de los misiles nucleares rusos en Cuba en 1962, los presidentes de Estados Unidos y Rusia eran Kennedy y Kruschev, dos hombres políticamente maduros, curtidos en la Segunda Guerra Mundial. Trump y Putin son personajes narcisistas que comparten una combinación fatal para cualquier ser humano y peor para un líder: la arrogancia del poder y un profundo complejo de inseguridad.

Mientras Trump duda sobre qué hacer, el general Adrian Bradshaw, ‘número dos’ militar de la OTAN, advierte en la BBC de que estamos en el umbral de una catástrofe sin precedentes. “La amenaza que supone Rusia”, dice Bradshaw, “es que podamos resbalarnos hacia un conflicto indeseado con implicaciones existenciales por el oportunismo y los errores y una ausencia de claridad respecto a nuestra capacidad disuasoria”.

La expresidenta de Letonia (1999-2007), en una imagen de 2005 junto a Putin.

ESTAS PALABRAS de Bradshaw no me las he inventado yo. Aparecen en la entrevista que cité antes del Financial Times. Es cierto que Bradshaw es un militar y que su trabajo consiste en estar preparado para lo peor, y uno quiere creer que su profesión le exige ser alarmista; que se impondrá la cordura; que Putin y sus compinches, en el Estado mafioso que gobiernan, han acumulado demasiado dinero en tierras y paraísos fiscales como para arriesgarse a perderlo todo; que los mayores en el Pentágono y en la Casa Blanca, si los hay, frenarán los arrebatos de su comandante en jefe; y que Europa hablará con una voz y actuará como contrapeso de racionalidad en la disputa entre los dos gigantes.

Esta es la respuesta que pide la expresidenta Vike-Freiberga. Que Europa se ponga seria, que deje de obsesionarse por las pequeñeces locales o nacionalistas, que proteja la herencia democrática y la riqueza cultural que la civilización occidental ha aportado al mundo y que tome medidas políticas, diplomáticas y económicas para que la paz no se entienda solo como ausencia de guerra. La paz verdadera llega, como escribe en Sapiens el israelí Harari, cuando la guerra ni siquiera se considera algo factible. La historia que me he inventado aquí quizá no sea probable, pero, tras hablar con muchos habitantes de Estonia y Letonia y sentir lo que es vivir bajo la sombra de la guerra, creo que es posible.

La culta señora Vike-Freiberga, anti Putin y anti Trump, citó una línea de un antiguo poema sobre la muerte cuando le pedí al final de nuestra entrevista que definiera en pocas palabras por qué el resto del mundo debería preocuparse por lo que ocurre en los pequeños países del noreste de Europa: “No preguntes por quién doblan las campanas. Doblan por ti”.

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