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De pie (Joe Frazier)

ILUSTRACIÓN DE SONIA PULIDO

HAY QUE PARARSE, nada más: hay que pararse. Hay que pararse solamente, y con eso va a alcanzar. Ya pasó la parte más ardua, la imposible: dar castigo al que se escurre, soportar el castigo que él mismo da. Eso ya está, ya lo hizo, ya ocurrió. Ahora le queda solamente pararse. Con pararse será suficiente: si se para, va a ganar.

Desde una punta del ring hasta la otra, desde su rincón agobiado hasta el otro, alcanza a ver lo que pasa, alcanza incluso a leer labios, deducir frases, discernir claudicaciones. Porque el otro, a su segundo, ahora mismo le está diciendo así: que no da más, que no puede más, que no quiere más, que le quite de una buena vez los guantes, que terminen de una vez por todas con esta noche terrible.

Pegar también cansa, el que da golpes sin parar y lastima, poco a poco se va lastimando a su vez. Los puños duelen, pasado cierto punto.

Y es que pegar también cansa, el que da golpes sin parar y lastima, poco a poco se va lastimando a su vez. Los puños duelen, pasado cierto punto; los brazos duelen, los hombros duelen, las piernas faltan. Algunos no se dan cuenta. Hay soldados que se duermen en el fondo de las trincheras donde las bombas pueden empezar a caer, por sorpresa, en cualquier momento; hay soldados que siguen durmiendo incluso cuando esas bombas ya empezaron a llover y a matar. No es negación, ni es cobardía. Hay que entender lo que un cuerpo agotado puede causar en el hombre que lo habita. La fuerza de la extenuación, la de la total falta de fuerzas, es enorme, incontenible.

Pero ahora lo que tiene que hacer es únicamente pararse. Porque el otro, del otro lado, está diciendo que ya no quiere seguir. Falta un round, y no le importa; tres minutos: no le importa. En eso consiste ya no poder más. Y si él se para, entonces, gana. Con eso solo. Con eso bastará. ¿Por qué no puede? ¿Cómo es que no le sale? A sus pies les da la orden, a sus muslos, a sus rodillas, a sus talones les da la orden: que lo empujen hacia arriba, que lo saquen del banquito, que lo pongan sencillamente de pie. A sus brazos los impele: que se ayuden con las cuerdas, tiren de él y lo levanten. Tantas veces en la vida lo hicieron, tantas veces en la vida lo harán. No pide más que eso. Que lo hagan esta vez, ni más ni menos que ahora.

Suena rugiente una ovación en la noche de Manila. ¿Entonces pudo? ¿Se paró por fin? ¿Ganó, entonces? ¿Ya ganó? Descubre de pronto que no. Las ovaciones, cuando son para uno, te envuelven y te atraviesan; en cambio, cuando son para otro, te rozan y se te escapan. Esta ovación no es para él, es para el otro. Porque el otro sí se paró. Y él, en cambio, sigue sentado. Su segundo ha meneado la cabeza. Habló por él y dijo así: que no iba más.

No deberían permitir que algún otro hable por uno. Que el cuerpo decida por uno no deberían permitirlo tampoco.

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