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Veneno (Rodrigo Valdez)

ilustración de Sonia Pulido

NO FUI YO el que tuvo la idea, fue mi hermano. Nos quedaba la tarde libre y estábamos apenas a media hora de viaje de Cartagena. Sabíamos que en el gimnasio de la ciudad, Valdez entrenaba a los jóvenes boxeadores de la zona (era el único hombre que había conseguido derribar a Carlos Monzón. No ganarle, eso nadie había podido, sino al menos hacerlo caer. Queríamos conocerlo, conversar con él, pedirle que nos hablara sobre esa noche remota).

Un ómnibus cansino de enlaces suburbanos nos llevó parsimoniosamente a Cartagena; caminamos después unas cuadras, hasta dar con el gimnasio. Era una especie de galpón desvencijado; de no ser por el cartel que, entre óxidos, daba a ver un par de guantes y una suerte de ring, lo habríamos confundido con un depósito de chatarra. Estaba cerrado a esa hora, pero a un costado había un viejo echando veneno para hormigas en las junturas de los ladrillos percudidos.

Le preguntamos al viejo y nos dijo que Valdez no entrenaba más ahí, sino en Turbaco: a dos pueblos de distancia. Se ofreció a llevarnos y aceptamos. Nos hizo subir en la parte de atrás de su camioneta en ruinas, con la promesa probablemente cierta de que viajaríamos más cómodos ahí que en el asiento del acompañante, que tenía los resortes como quien dice a flor de piel.

Nos dejó en la entrada de Turbaco: las calles de tierra y de pozos no estaban hechas para su pobre Dodge. Caminamos hacia adentro con mi hermano, entre yuyos apagados y charcos de aguas antiguas. Las casas del lugar eran simples, carentes de ambición, modestas sin conciencia de serlo. No tardamos en recorrer el pueblo entero; mucho antes de agotarlo, supimos que en ese lugar no existía ningún gimnasio.

El hombre que nos había subido a la camioneta no era otro que Valdez. Valdez mismo, sí: el que había conseguido tirar a Carlos Monzón, pero no por eso ganarle.

-¿Aquí? –el tipo al que, pese a todo, le preguntamos, miró en torno con desprecio-. El gimnasio que buscan está en Cartagena.

Empezaba a atardecer y teníamos que apurarnos. No era seguro que el ómnibus zonal pasara después de la caída de la noche, y en Turbaco no había ni un hotel donde alojarse. Había que salir hasta la ruta y esperar. Era la hora en que, al irse la luz, los insectos invisibles parecían enloquecer.

Fue mi hermano el que habló, y no yo. Dijo que, para él, el hombre que nos había subido a la camioneta no era otro que Valdez. Valdez mismo, sí: el que había conseguido tirar a Carlos Monzón, pero no por eso ganarle. Él nos había traído hasta Turbaco. Él nos había sacado de Cartagena.

Comprendí que tenía razón y exclamé, en un arrebato, que entonces teníamos que volver a buscarlo.

-¿Te parece? –dijo mi hermano, y alzó la vista–. A mí me parece que no.

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