Barberías ‘hipster’: a favor y en contra
¿Estamos ante una nueva ocurrencia vacua de los modernos o ante una legítima reivindicación?
De entre todas las cosas en peligro de extinción que ha recuperado la cultura hipster, la barbería tradicional se antoja la más complicada a la hora de decidir si estamos frente a otra ocurrencia sin futuro o ante una legítima reivindicación
A favor
Todo fenómeno cultural acaba teniendo su singular incidencia en el mercado y he aquí que la cultura hipster ha tenido el curioso efecto de revivir el negocio de las languidecientes barberías tradicionales tras tantos años de metrosexualidad y gabinetes de psicoestética.
La barba hipster, que quizá nace como efecto de diferenciación generacional frente a la obsolescencia de quienes se criaron con ese célebre himno de los Payasos de la Tele (Mi barba tiene tres pelos), es una compleja construcción de arquitectura frondosa, de columnas capilares y arquitrabes pilosos, que exige volumen y presencia, cuando no desafía leyes gravitatorias en su ocasional modulación enhiesta.
Bonitos son, sin duda, estos negocios que han recuperado esplendor y autoestima, con sus sillones vintage y su catálogo de cremas, pero un servidor no puede evitar acordarse de la famosa digresión sobre las barbas que Neil Stephenson incluyó en su Criptonomicón: “La capacidad de dejarse crecer una barba poblada como elección parece ser un privilegio concedido por la naturaleza solo a los hombres blancos”.
En contra
A Andy Warhol le fascinaban las barberías porque en ellas el tiempo se detenía: un paréntesis que concedía el placer de no hacer nada, mientras el barbero desarrollaba un concierto de música concreta –tijera, navaja, brocha, espuma, loción– sobre la cara del cliente.
Las barberías hipsters, por su parte, no dejan de ser verdaderas encrucijadas temporales donde lo antiguo se pone al servicio de la reconstrucción de lo moderno. Una factoría de entes paradójicos: el más moderno del barrio con pinta de burgomaestre del siglo XIX. Pero en un barrio hipster se perciben otro tipo de contradicciones: la proliferación de padres modernos acompañados de hijos antiguos, quizá porque los niños, sean de la época que sean, siempre arrastran consigo un desvalimiento sacado de una viñeta del Paracuellos de Carlos Giménez o de la famosa foto del gueto de Varsovia.
Ser hipster es un gesto voluntarioso del padre moderno por acortar esa distancia estética, pero el efecto visual es tremendo: el hipster con crío parece un noble decimonónico que se ha comprado un niño pobre para simular que tiene sentimientos.
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