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Seres Urbanos
Coordinado por Fernando Casado

Sinfonías Urbanas

Las ciudades suenan

El distrito de Kreuzberg, en Berlín, el pasado 1 de mayo, durante la celebración del tradicional "Myfest" May Day.
El distrito de Kreuzberg, en Berlín, el pasado 1 de mayo, durante la celebración del tradicional "Myfest" May Day. RALF HIRSCHBERGER (AFP)
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Una de las secuencias más bellas de The Clock, una de las primeras películas de Vincente Minelli (1945), es aquella en que Judy Garland y Robert Walker pasean por Central Park en Nueva York de noche, luego de haberse conocido casualmente en la Gran Central Station. El muchacho llama la atención sobre el silencio que parece reinar en el lugar. La protagonista le desmiente y le invita a prestar atención a los sonidos que llegan desde lejos –cláxones, sirenas de barcos o ambulancias, voces distantes–, que se van configurando entre sí hasta transformase en una melodía, que es a su vez la señal para un primer beso.

No es casual que el cine sonoro no tardara en constatar que, en efecto, las ciudades suenan. En 1932, Rouben Mamoulian dedicaba los primeros minutos de su Love Me Tonight, a escenificar el amanecer de una ciudad a través de las sonoridades elementales ­que indicaban su despertar. Nada casual, puesto que ya antes de que las películas tuvieran voz, el cine mudo ya había percibido la actividad en las calles en términos musicales, hasta el punto de dar pie a un género que, adoptando el título de la película de Walter Ruttmann, Die Sinfonie der Großstadt (1927), se denominó sinfonías urbanas…, películas mudas –dirigidas por Joris Ivens, Manoel de Oliveira, Dziga Vertov, Jean Vigo…– que procuraban convertir en imágenes en movimiento los ritmos urbanos. Entre tantos otros ejemplos posteriores de cómo el cine ha percibido la dimensión sónica de las ciudades, piénsese en el sonidista que protagoniza Lisboa Story (1995), de Win Wenders, pululando por las calles de aquella ciudad recolectando sonoridades.

Esa percepción de que lo que podría antojarse como una colección de ruidos era en realidad el concierto de una orquesta espontánea y sin director, ya estaba presente en los primeros cronistas de la modernidad. Así, Charles Baudelaire podía escribir en 1862 a su editor, Arsène Houssaye, en una carta que recoge Mi corazón al desnudo (Visor):

"¿Quién de vosotros no ha soñado, en sus días de ambición, el milagro de una prosa poética musical, sin ritmo, sin rima, tan flexible y da la vez como para poder adaptarse a los movimientos líricos del alma, a las ondulaciones del ensueño, a los sobresaltos de la conciencia? Es especialmente el contacto de las grandes ciudades y del crecimiento de sus innumerables relaciones que nace este obsesionante ideal. Usted mismo, mi querido amigo, ¿no ha intentado acaso traducir en una canción el estridente grito del vidriero y de expresar en una prosa lírica todas las desoladoras sugestiones que envía este grito a través de las más altas incertidumbres de la calle hasta las más recónditas buhardillas?"

En un sentido parecido escribiría Walter Benjamin sobre sus callejeos por Marsella en uno de los textos reunidos en Cuadros de un pensamiento (Imago Mundi):

"Arriba en las calles desiertas del barrio portuario están tan juntos y tan sueltos como las mariposas en canteros cálidos. Cada paso ahuyenta una canción, una pelea, el chasquido de ropa secándose, el golpeteo de tablas, el lloriqueo de un bebé, el tintineo de baldes. Pero es necesario estar solo y errante en este lugar para poder perseguir estos sonidos con las redes de cazar mariposas cuando, tambaleantes, se disuelven revoloteando en el silencio. Porque en estos rincones abandonados todos los sonidos y las cosas tienen su silencio propio, así como la tarde en las alturas existe el silencio de los fallos, el silencio del hacha, el silencio de los grillos. Pero la caza es peligrosa y finalmente el perseguidor se desploma, cuando una piedra de afilar, como un enorme avispón, lo atraviesa con su aguijón silbante desde atrás."

Virgina Woolf hace que Clarisa, la protagonista de La señora Dalloway (Akal), lo explicite y, cruzando Victoria Street, piense para nosotros:

"En los ojos de la gente, en el ir y venir y el ajetreo; en el griterío y el zumbido; los carruajes, los automóviles, los autobuses, los camiones, los hombres anuncio que arrastran los pies y se balancean; las bandas de viento; los órganos; en el triunfo, en el campanilleo y en el alto y extraño canto de un avión en lo alto, estaba lo que ella amaba: la vida, Londres, este instante de junio".

Aunque no son solo las calles quienes generan sonoridades. Los mismos edificios lo hacen: murmuran, gimen, debaten... Así lo notaba Paul Valéry cuando, en Eupalinos o el Arquitecto (Epeele), Fedro le dice a Sócrates, hablando de arquitectura a orillas del Ilysus:

"¿No has observado, al pasearte por esta ciudad, que entre los edificios que la componen, algunos son mudos, los otros hablan y otros en fin, los más raros, cantan? No es su destino, ni siquiera su forma general lo que los anima o lo que los reduce al silencio. Eso depende del talento de su constructor, o bien del favor de las Musas."

Todos estos ejemplos literarios y cinematográficos deberían servir para resaltar la labor del Centre de recherche sur l'espace sonore et l'environnement urbain, CRESSON, dependiente de la École Nationale Supérieure d’Architecture de Grenoble, que, más allá del trabajo en paisajes sonoros, ha ensayado una lectura cifrada de las secuencias funcionales y poéticas que protagonizan los simples paseantes, un trabajo que lleva a una suerte de pentagrama las calidades práctico-sensibles de los escenarios de la vida cotidiana. Un trabajo metódico e interdisciplinar este que compromete a ingenieros de sonido, arquitectos, urbanistas, musicólogos, sociólogos, antropólogos..., centrados en el estudio de las marcas acústicas que definen espacios frecuentados o habitados, la codificación sonora de las interacciones humanas, el valor simbólico de los sonidos tanto emitidos como escuchados. Todo ello para generar una clasificación tipológica de los efectos sonoros que conoce un determinado entorno urbano y hacen de él un ambiente: reverberaciones, máscaras, distorsión, emergencia, paréntesis, crepitación, muro, inmersión...

Existe una materia sonora que no hace sino metabolizarse en vida social humana, puesto que, sea cual sea su fuente de emisión, somos los humanos quienes la convertimos en sentido y estímulo para la acción. Las ciudades suenan; uno puede reconocer la voz de un ser querido u odiado, pero también la voz, como si fueran la de seres vivientes que en realidad son, del mercado, de la estación, de la catedral o del prostíbulo. Podemos incluso oír las voces de lo que no está o de quien se ha ido, puesto que eso que llamamos memoria no es otra cosa que mera psicofonía y lo que se presenta como la Historia su institucionalización. Todo ese telón sonoro hecho de susurros, ecos, aullidos, bramidos, chirridos y chillidos no es un ambiente, un paisaje o un contexto sensible que nos rodea pasivo a la manera de un envoltorio; procedan de otros seres humanos o de las cosas con las que estos dialogan, esa masa de sonoridades testimonia nuestra existencia como seres que escuchan y son escuchados.

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