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Columna
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Robots, tuits y secretos

Manuel Rivas

CÓMO AFRONTAR la Segunda Era de las Máquinas? En los comienzos de la Primera Era, la que se conoce como revolución industrial, hubo rebeliones de trabajadores que destrozaron las máquinas. En la historia tal como nos fue contada, ese movimiento, el de los luditas, quedó reseñado como una impotente embestida de parias cabreados contra el dios del progreso. En Utopía para realistas (Ediciones Salamandra, marzo de 2017), un libro en el que las ideas parlotean con una libertad inquietante, el rompedor Rutger Bregman se pregunta: “¿Y si los temores de los luditas eran prematuros, pero en última instancia proféticos? ¿Y si a la larga la mayoría de nosotros estamos condenados a perder la carrera contra la máquina?”.

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En la Primera Era, pese al rencor de los luditas, arrojados a la intemperie, las máquinas eran recibidas con entusiasmo, y no solo por los fabricantes. Como proclamó Oscar Wilde, nacía una nueva civilización: la esclavitud humana era sustituida por la “esclavitud de la máquina”. En la Segunda Era, la que estamos viviendo, la de la revolución cibernética y robótica, los nuevos cacharros podrán ocuparse de casi todas las tareas humanas, empezando por la guerra. He ahí un apasionante desafío para las próximas mil tertulias: definir lo que nos haría no prescindibles, además de tertulianos.

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Hoy apenas hay luditas militantes. No es el caso de Jan Hein Donner. Preguntado por su estrategia para enfrentarse a una computadora, el ajedrecista holandés declaró: “Llevaría un martillo”.

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El nieto de Henry Ford, eufórico con sus robots, le preguntó al sindicalista Walter Reuther: “¿Cómo va a conseguir que estos robots paguen las cuotas sindicales?”. Y Reuther le respondió: “¿Cómo va a conseguir que los robots compren sus coches?”.

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"Los robots están capacitados para escribir esas obras transgénicas que etiquetan como 'best seller".

Los robots están capacitados para escribir esas obras transgénicas que etiquetan como best sellers ya antes de salir a la venta. Pero será imposible que escriban como Juan Rulfo o William Faulkner. A Faulkner le preguntaron: “¿Qué aconsejaría a los lectores que se quejan de no entender lo que usted escribe, incluso después de haberlo leído dos o tres veces?”. Y él respondió: “Leerlo cuatro veces”. Si a un robot hay que leerlo cuatro veces, habría que desatornillarlo de inmediato. Es de la estirpe del Gran Wyoming y de los tuiteros César Strawberry y Cassandra. No ha entendido que la libertad de expresión consiste en no ejercerla.

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Criticar o parlotear con la punta de los dedos. Sigmund Freud anticipó el Twitter allá por 1905: “Aquel que tenga ojos para ver y oídos para escuchar se convencerá de que ningún mortal es capaz de guardar un secreto. Si su boca permanece callada, parloteará con la punta de los dedos”.

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Extraordinaria la precisión histórica de Katy, una superviviente de la trata de mujeres, entrevistada en este diario (El País, 17-4-2017): “El oficio más antiguo del mundo no es la prostitución, es mirar para otro lado”.

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Salía en la programación infantil de TVE y la tenían por una poeta de broma. Pero había algo en Gloria Fuertes que rompía la pantalla: un principio de verdad. Françoise Dolto, la enseñante y psicoanalista que tanto luchó por los derechos del niño: “Si se le dice la verdad, la verdad lo construye”. Tan valiente era Gloria que, en el actual ambiente de neoinquisición, yo casi ni me atrevo a parlotear alguna de sus glorierías: “Al entrar tropecé y me dije: ¡coño! / Una ráfaga de avemarías me ensordeció: / –¡Pecado, pecado, esa mujer trae el coño en la boca!” (Me crece la barba, en Reservoir Books).

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En vez de mirar para otro lado, el activismo irónico del paisano que en una viñeta de Castelao le dice al silencioso acompañante: “Ya que lo sabes, te lo voy a contar”.

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