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Tribuna
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La historia en las paredes

Daniel Mordzinski escribe con su cámara de fotos momentos de la literatura contemporánea

Sergio Ramírez
El fotógrafo argentino Daniel Mordzinski, en la inauguración de la muestra "Objetivo Mordzinski".
El fotógrafo argentino Daniel Mordzinski, en la inauguración de la muestra "Objetivo Mordzinski".

No sé a quién se le ocurrió bautizar a Daniel Mordzinski como el fotógrafo de los escritores, pero no hizo sino confirmar una verdad muy obvia. Si jugáramos a la rayuela con las palabras, como le gustaba a Julio Cortázar, yo diría más bien que Daniel es un escritor fotógrafo, que usa la cámara como si fuera la pluma para escribir y describir cuerpos y rostros, situaciones, momentos, perfiles, rasgos, que deja para la historia con una precisión que asombra, y que serán claves para determinar en el futuro, digamos dentro de un siglo, quiénes eran y cómo eran los escritores de este traslape de milenio tan incierto, y tan lleno de descubrimientos tecnológicos, pero también de horrores.

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Gracias a la iniciativa de Acción Cultural Española, ahora viaja por América una gran exposición de sus fotografías de escritores hispanoamericanos, Objetivo Mordzinski. En la muestra también hay vitrinas donde se exhiben los instrumentos que a su vez nos cuentan la historia de su oficio: cámaras que son ya verdaderas piezas de museo, rollos de película, tiras de negativos, copias de contacto… todo lo que se llevó el viento de la era digital.

Posar no es la palabra que yo usaría cuando uno se deja fotografiar por Daniel. Cada escritor queda retenido, o congelado, en una circunstancia que él inventa cada vez, siempre lleno de apuro, y entonces esa circunstancia se vuelve extraña y atractiva, y es lo que el espectador verá al acercarse a la foto.

Vamos caminando por una calle de Arequipa, hallamos el portón del convento de Santa Catalina, entramos a una de las celdas de las monjas enterradas en vida, encuentra el ángulo, te coloca donde él ha elegido, y un segundo después oyes que dice sus palabras rituales —“gracias señores”—, y todo se acabó. O en Nicaragua, donde subimos hasta el cráter del volcán Santiago, y la cámara me mira de lejos, rodeado de desolación.

El retrato que le tomó, siendo adolescente, a Jorge Luis Borges, es su foto fundacional

Como en la escritura, las fotos de Daniel son un asunto de invención. Hay que imaginar antes lo que va a ocurrir en la foto, como si fuera una página en blanco. Y los escritores fotografiados deben someterse a un juego imprevisible, cuyos resultados aleatorios solo él conoce.

Así tendremos a Elmer Mendoza convertido en soldado de Pancho Villa, las cananas cruzadas en el pecho; a Héctor Abad Faciolince, a caballo, como un finquero cualquiera de Jericó, en su tierra de Antioquia; o a Juan Gelman tocando el bandoneón como si fuera el mismísimo Troilo acompañando al Turco Goyeneche en el ya extinto Caño 14.

El retrato que le tomó, siendo adolescente, a Jorge Luis Borges es su foto fundacional. Usó una cámara de aficionado que le sacó prestada a su padre, y lo imagino revelándola, ese misterioso proceso cuyo nombre lo dice todo, revelación, y que pasa ya al olvido, y luego viendo a trasluz el negativo, un Borges en blanco y negro que realza en la oscuridad, igual a la de su ceguera, las manos apoyadas en el bastón que no se ve en el cuadro, pero que la imaginación reconoce como el bastón de Borges.

Empezó en Buenos Aires con ese retrato hace más de 30 años, y luego se fue al exilio en París al llegar la dictadura militar de Videla. Y allá hizo otra foto imprevista a Julio Cortázar, cuando era un principiante desconocido y se atrevió a invitarlo por teléfono a la inauguración de su exposición, a la que el Gran Cronopio, para su sorpresa, asistió.

Y García Márquez vestido de blanco, sentado al borde de su cama vestida también de blanco, en el dormitorio de su casa de Cartagena, vecina al hotel Santa Clara, el antiguo convento donde descubrieron los restos mortales de Sierva María, cuyo cabello no dejó de crecer nunca. De perfil Gabo igual que Borges, Gabo como quien espera en una estación olvidada el tren que va a llevarlo para siempre a Aracataca.

Carlos Fuentes frente al mar y al fondo una palmera solitaria, un mar que sería siempre el mar de Veracruz. Y Mario Vargas Llosa recostado en una cama de hotel, escribiendo a mano a la luz de una vela flaubertiana.

Cuando Daniel cuente en un libro la historia de cada foto que ha tomado, será el segundo tomo de su historia de la literatura contemporánea. El primero lo ha escrito ya con su cámara, y en lugar de leerse, puede verse, esos centenares de fotos colgadas en las paredes, como si fueran páginas.

Sergio Ramírez es escritor.

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