Epitafios, aforismos y un pimiento
EN LA ISLA Lewis, en las Hébridas, hay una lápida de piedra en forma de libro. Un buen paño de musgo y liquen, la mejor lana de Escocia, cubre el epitafio, pero es fama que dice: “Todo el mundo debería tener derecho a 15 siglos de anonimato”.
Ejercía con plena dedicación el derecho a la ignorancia.
Mataba moscas a cañonazos, pero de una en una.
Era republicano monárquico, socialista de derechas, liberal conservador, agnóstico creyente y, como diría James Joyce, abstemio entre trago y trago.
Estaba en contra de la “memoria histórica” por acuerdo adoptado en la Real Academia de la Historia.
De leer cotilleo, ¡lo mínimo un Marcel Proust!
Si hay una estrella que deslumbra a Trump es Steve Bannon, jefe de campaña, asesor e ideólogo, y que ahora ocupa un lugar decisivo como “invitado permanente” en el Consejo de Seguridad Nacional. Un puesto paradójico y excitante para un “deconstructivista”. Este cerebro de la alt-right o “derecha alternativa” anunció un proceso de “deconstrucción de la Administración estatal”. Brillante, provocador y enriquecido en Goldman Sachs, Bannon utiliza la terminología del intelectual francés Jacques Derrida, al que los supremacistas amigos de Trump se habrían zampado encantados en una barbacoa, mientras bromeaban sobre los conservadores “cornudos” (progresistas) reacios a desmantelar lo que queda de “Estado de bienestar”. Sería un error confundir la “deconstrucción” del Estado con su “destrucción”. La deconstrucción, en el lenguaje de la posverdad, es una obra de beneficencia alternativa en la que los pobres ayudarán a los ricos a ser más ricos.
Me he acercado al cementerio de Meira (Lugo) y es verdad que todavía se escucha ese sonido excéntrico de la máquina surrealista.
Un contrapunto a Steve Bannon bien podría ser Willie Nelson, una estrella del country que a los 83 años canta su propio epitafio, título también de un libro de circulación popular: Roll Me Up and Smoke Me When I Die (liarme y fumarme cuando yo muera). Es también un activista, pero de causas venerables, como la protección de los animales y la despenalización de la marihuana. Hay muchas leyendas en torno a Willie Nelson. Una de ellas cuenta que, detenido por posesión de cannabis, un juez muy estricto lo puso en libertad a cambio de una canción. En el libro Roll Me Up…, Willie Nelson declara su pasión por el pensamiento de Howard Zinn, autor de chispas como esta: “La desobediencia civil no es nuestro problema. Nuestro problema es la obediencia”.
En la película Capitán Fantástico, de Matt Ross, el personaje que interpreta Viggo Mortensen, un desobediente civil, celebra con sus hijos el día del profeta san Noam Chomsky. Un milagro incesante de Chomsky, de 88 años, ha sido el mantener a salvo el sentido de las palabras frente a las rachas históricas de intoxicación. Y bien podría pertenecer al santoral español. En un discurso para celebrar el 20º aniversario de Democracy Now!, el pasado 5 de diciembre, en la iglesia de Riverside de Nueva York, el creador de la “gramática generativa” recordó cuando empezó su toma de conciencia: “El primer artículo que escribí fue en febrero de 1939 y trataba sobre la caída de Barcelona ante las fuerzas fascistas de Franco”.
Un desobediente mental fue Elías de Andía, inventor de la máquina del movimiento continuo (“sin cuerda ni batería”), y del que tenemos noticia por Ánxel Fole, gran narrador del country gallego. A Elías lo enterraron con su invento, una caja sellada y pintada en amarillo. Me he acercado al cementerio de Meira (Lugo) y es verdad que todavía se escucha ese sonido excéntrico de la máquina surrealista. Fuera, en el mundo real, nos abruma el ruido corrupto de la máquina de la parálisis permanente. Y el complaciente engranaje de la obediencia.
Epitafio de un buen comedor de pimientos de Padrón: “El último sí que picaba”.
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