Ignasi Aballí, un pintor sin pinceles
SU ESTUDIO es una caja de zapatos a escala gigante donde se acumulan objetos y memoria. Si estuviéramos hablando de un poeta, sería como un diario repleto de notas tomadas al azar. Ignasi Aballí (Barcelona, 1958) es un hombre escueto, silencioso, al menos cuando se sumerge en su taller, donde todo se mezcla para dar un nuevo sentido al oficio de pintor. Así se ha convertido en uno de los artistas españoles con mayor presencia internacional en ferias, museos y bienales. Y eso que sus temas pueden resultar demasiado sofisticados o poco espectaculares para el público. Su taller es un campo de batalla, en él se libra una lucha sutil entre el blanco y el negro, entre toda la gama de colores y su desaparición.
El trabajo de Aballí se concentra en todo aquello que tiene que ver con la historia del arte, sus aspectos materiales, lingüísticos y estructurales. Utiliza las estrategias características del arte conceptual, como el texto, el archivo, la imagen encontrada, el documento, los elementos atmosféricos, la acción corrosiva del sol, incluso los restos de ropa que quedan en el filtro de la secadora. Pinta sin pinceles ni brochas, las suyas son ideas que formaliza en letras y recortes, compone series de monocromos y combina gamas cromáticas.
Ah, sí, ahí vemos un pincel minúsculo…, es de un borrador de típex.
“mE GUSTA REPENSAR TODO, CUESTIONARME LO QUE HAGO Y ESTAR MUY ATENTO A LO QUE PASA FUERa”.
El estudio del pintor se esconde en un piso de la calle de Joaquín Costa, a tiro de piedra del Museu d’Art Contemporani de Barcelona (Macba). Todo en él recuerda que el arte es, antes que belleza, verdad. Durante los últimos dos años ha expuesto en la galería Nordenhake, en Berlín; en la Bienal de Cuenca (Ecuador), y ha presentado en el Reina Sofía una retrospectiva con su obra de la última década. De aquella revisión nació un catálogo-libro de artista que el pasado octubre fue reconocido por el Art Directors Club of Europe (ADCE) como la mejor edición del año (el diseño es del estudio Bisdixit). También fue galardonado con el Premio Joan Miró (2015), cuya recompensa fue una muestra, Secuencia infinita, el pasado verano en Barcelona. “Una retrospectiva sirve para confrontarte con lo que has hecho, es lo que te corresponde por el tiempo que llevas trabajando”, explica. “Pero a mí me interesa más ver lo que me queda, repensar todo, cuestionarme lo que hago y estar muy atento a lo que pasa fuera. Por supuesto que los premios son estímulos, sirven para que creas que lo que haces tiene interés no solo para ti, también para la gente. Es una confirmación de que lo que haces no está tan mal. El éxito es algo que cada uno vive de forma diferente, para unos es poder exponer en galerías, en museos; para otros es sencillamente poder vivir de su trabajo”.
Su obra es un ágil tratado de la pintura, a base de descartarla, eliminarla, avanzarla mediante exclusiones, imitando su disolución como si fuera el cristal de un copo de nieve. En el proceso, maneja fotografías, hileras de tipografías, cartas de colores, espejos y cristales, páginas arrancadas de libros, instrumental de medición, relojes de arena y, por encima de todo, polvo. El taller de Aballí es un ecosistema donde los ácaros viven entre pigmentos, y hasta se podría decir que el polvo es unificador, un elemento integral que aparece, dignificado, en muchos de sus trabajos sobre telas o grandes cartones (Polvo. Diez años en el estudio, 2005). Apoyado en una pequeña estantería, un letrero advierte: “Mantenga limpio este local”. Viejos marcos se recuestan unos sobre otros al lado de dos grandes bastidores puestos del revés, que también acumulan polvo. Un indicador del paso del tiempo y de la imposibilidad de pintar nada nuevo. “Mi obra habla del exceso, cuestiona el estatus de la imagen”, afirma.
La actividad del pintor se centra en la ordenación de objetos y materiales de uso cotidiano. Utiliza todo tipo de medios, desde los más sofisticados, como la videoinstalación, a los más elementales, como el dibujo. El resultado final es contenido y austero. “Soy muy metódico. Investigo, agrupo y clasifico”, apunta. Sus recopilaciones tienen forma de listados: cartas de colores, nombres de pintores, personas vivas, heridas o muertas que recuerdan las leyes ciegas de la estadística. “Me interesa mucho cómo los demás entienden mi obra y, más aún, cómo un comisario construye y presenta un relato de mi trabajo sin yo intervenir apenas”.
Aballí podría ser un pintor barroco, un caravaggista, pues busca la honestidad antes que la armonía. “Este era el taller de Jaume Plensa. Lo acababa de dejar cuando volví de EE UU. Al principio lo compartí con otro artista porque no necesitaba mucho espacio, solo una mesa y un lápiz. Cambiar el lugar donde trabajas te influye, porque es de ahí de donde salen tus obras. En aquellos años el Barrio Chino estaba muy degradado: prostitución, drogas y edificios abandonados. Pero un día aparecieron las grúas, las calles y las plazas se transformaron, y el museo apareció ahí, de repente. Fue muy buena idea traer aquí el Macba, la Universidad y el Centre de Cultura Contemporània. Se ha evitado el gueto de la inmigración, aquí se concentran las tribus de skaters, turistas, estudiantes, diseñadores… Con todo, el Raval ha fracasado como centro galerístico, no es como en Madrid. Las galerías alrededor del Reina Sofía son cada vez más y mejores. Aquí el mercado, sencillamente, no existe”.
Pese a su propia proyección en el exterior, Aballí admite que “el arte español tiene poco peso internacionalmente”. “Hay más españoles dirigiendo museos o comisariando muestras que artistas reconocidos fuera. Nuestro mercado es muy pequeño si lo comparamos con el de los franceses o los americanos. La feria Arco tuvo un momento muy crítico hace unos años, parecía que iba a desaparecer. Pero existe el peligro de que se convierta en una feria local y que no trascienda nada de lo que pase en ella, que no sirva para conectar el arte que se hace aquí con el de fuera”. Su propio reconocimiento se lo toma con escepticismo: “Es un poco de suerte, cómo te mueves y te relacionas… Pero puedes pasarte toda la vida trabajando, obstinado en tus ideas y desaparecer o morirte sin que nadie te reconozca. Y mucho tiempo después, cuando parecía que estabas olvidado, alguien se fija en tu obra, se hacen retrospectivas y terminas siendo un autor póstumo. Y al revés, puedes gozar de éxito en vida y después desaparecer del mapa. En el arte no hay nada preestablecido, no es como la vida laboral de un ingeniero o de un médico”.
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