¡Odín!
Imprime carácter ir por la ciudad con una espada vikinga mientras los demás llevan paraguas


Necesitaba desesperadamente una espada vikinga y llovía. Mi amigo José María cumplía 60 años y como se parece tanto a Floki, uno de los personajes de la serie Vikingos —aunque con mucho mejor temperamento: el no mataría a hachazos a un monje cristiano, creo—, lo de la espada me pareció un regalo estupendo. Siempre queda bien ser original. Pensé que en Barcelona, ciudad tan cosmopolita, no me sería difícil dar con el arma. Fui a una cuchillería regida por pakistaníes en la calle del Carme pero aunque tenían sables y mandobles de todas clases —incluidas formidables réplicas toledanas de las tizonas de Juego de tronos y El Señor de los Anillos— las espadas vikingas se les habían agotado. A lo mejor otros habían tenido la misma idea, válgame Thor. Por suerte al pasar frente a una armería en la calle Tallers vi en el escaparate una espada que podría haber empuñado el mismísimo Einar (Kirk Douglas) de Los vikingos, la gran película de referencia. La dependienta titubeó un momento ante el brillo de mis ojos. Al final me entregó la espada, que yo tomé reverencialmente en las manos, envuelta en papel de Navidad, pues no había otro. Imprime carácter ir por la ciudad con una espada vikinga mientras los demás van con paraguas. Subí con dificultad en mi motocicleta tratando de acomodar el arma entre las piernas, apoyada en el manillar. Sobresalía mucho y me quedaba con la punta a la altura del cuello. Me lancé a tumba abierta por las calles mojadas como si tripulara un drakar. Con los equilibrios y la lluvia el riesgo era evidente pero me embargaba un profundo sentimiento de aventura. Y al cabo, si caía, lo haría aferrado a la espada y, es sabido, entraría de cabeza al Valhalla. Apreté los dientes y grité: “¡Odín!”.
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