Labordeta
Era de esas personas que dicen lo que piensan, que viven como piensan, y que tan poco abundan en nuestra sociedad
Traté poco a José Antonio Labordeta pese a que nos dispensábamos simpatía mutua por nuestro interés compartido por algunos temas. Pero siempre sentí por él un enorme respeto, ese respeto que se tiene solo por las personas que no engañan a nadie, que dicen lo que piensan y que viven como piensan, que tan poco abundan en nuestra sociedad. La primera vez que lo vi fue en un concierto en León, en un salón de actos casi clandestino, a mediados de los setenta, siendo yo todavía estudiante, y la última en un centro médico de la Seguridad Social de Madrid cuando él ya era diputado, esperando su turno como uno más. Entre las dos imágenes habían pasado casi 40 años y Labordeta seguía siendo la misma persona, solo que con 40 años más y una popularidad adquirida merced a una serie televisiva más que por su actividad como cantautor o por sus intervenciones en el Parlamento.
El anuncio de la publicación de unos cuentos que, al parecer, guardaba entre sus papeles me ha devuelto su imagen de repente y me ha hecho reparar en el olvido en el que apenas siete años de ausencia, los que van de su fallecimiento a hoy, han condenado a su figura, algo que por desgracia no es exclusivo de él. Personas que parecían inolvidables a los dos años de su muerte ya no las recuerda nadie. En muchos casos no importa, es más, hasta se agradece que el tiempo ponga polvo sobre su memoria, pero en otros es una pena que eso suceda, porque se trata de personas cuyo ejemplo es necesario para todos. El caso de Labordeta, el hombre que recorrió España entera con una mochila al hombro, el que cantó canciones más llenas de sentimiento que de musical virtud, el que se atrevió a decir en el Parlamento lo que muchos hemos pensado más de una vez viendo las expresiones de cinismo de cierto grupo de diputados, esos que piensan que el resto somos idiotas, es uno de los más notorios y más en estos tiempos que corren. Verlo hoy entre los que se mofaban de él (“¡Labordeta, coge la mochila!”, gritaban en sus escaños divertidísimos algunos de los que ahora declaran ante los jueces por corrupción o apechugan con la desvergüenza ajena) resaltaría aún más la imagen de indignidad de una parte de la clase política y empresarial española y la cobardía de una sociedad incapaz de plantarles cara. Que sus cuentos sean mejores o sean peores, como que sus canciones fueran más inspiradas o menos musicalmente, es lo que menos importa. Lo que importa es que sirven para recordar su imagen, su ejemplo de persona íntegra, tan necesario por inhabitual.
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