‘Cinema verité, verité’
¿Qué ocurre al mezclar el ensayo postsituacionista La insurrección que llega, del Comité Invisible, con el descaro electro de We don’t play guitars, del grupo Chicks On Speed? ¿Y los escritos de Ulrike Meinhof con una disparatada fiesta de chicas en un piso de Madrid? ¿Se puede contar una historia sin saber qué historia se quiere contar? Mientras comparten Donuts y Kit-Kat, las dos guionistas de Cinema verité, verité justifican estas y otras libertades: “Tía, qué más da, nosotras no somos narrativas, nosotras estamos haciendo una película experimental”.
Ese filme “experimental” se estrenó en 2013 dentro de una plataforma que bajo el hashtag #littlesecretfilm proponía un modelo de producción basado en 10 normas que limitaban la realización y la distribución. Las películas se debían rodar de forma clandestina en 24 horas ininterrumpidas y con un equipo pequeño. El estreno, colectivo, online y gratuito, se planteaba como “un regalo” de cada realizador a su “comunidad de fans”. “Un acto cinematográfico de amor al cine e Internet en pleno siglo XXI”, decían las bases. La convocatoria reunió a un buen número de aficionados –del crítico Jordi Costa a la escritora Jimina Sabadú– dispuestos a probarse a sí mismos.
"En un simple ordenador una película pequeña se ensanchaba hasta convertirse en bandera de vida y amistad"
Elena Manrique, productora ejecutiva de películas como El laberinto del fauno, Celda 211 o, más recientemente, Kiki, el amor se hace, firmaba Cinema verité, verité, escrita junto a Helena Morales. A Elena la conocía hace años por trabajo, amigos comunes y ese eufemismo conocido en Madrid como “la noche”. También habíamos coincidido en alguna fiesta en el festival de Cannes. Divertida, rápida e inteligente, en Cinema verité, verité, además, interpretaba a uno de los personajes. Era, según los créditos, la “guionista obesa”. La sinopsis decía así: “Una dj recorre las calles de Madrid en busca de trabajo. Monika, su amiga, está de bajón y no quiere salir de fiesta, pero Vicky, su compañera de piso, se lleva la fiesta a casa. En paralelo asistimos al proceso creativo de las dos guionistas que escriben ambas historias”.
He recordado la película porque ahora que entramos en temporada de premios y listas, ese momento del año en que todo parece reducido a vencedores y vencidos, un grupo de amigos volvimos a ver esta película invencible. Fue en casa de Mónica (esta sin k), en el mismo lugar donde se rodó la fiesta, sentados en el mismo sofá donde Vicky Fox intenta animar al personaje que interpreta Ruth Díaz (Monika). Fue un domingo imprevisible en el que logramos espantar la irresistible melancolía del último día de la semana gracias a Sasa, la protagonista de la película, que se interpreta a sí misma sosteniendo los primeros planos como una estrella del cine mudo y que vomita a quien quiera escucharla (principalmente a un amigo rumano que, como ella, vaga por las calles de Madrid) sus monólogos antisistema: “Menos bienes y más vínculos”, afirma Sasa arrastrando su maleta de discos en una noche de perros. Mientras en el piso de sus amigas circulan las drogas, el tequila, la música y las arengas sobre arte y mujeres, Sasa dicta a la nada su particular collage de textos (Fuimos terriblemente consecuentes, La guerrilla urbana ya es historia) del otoño alemán. “¡Utopías! ¿Qué utopías?”, lanza en su rescate del ideario de la Baader-Meinhof.
Recuerdo la primera vez que vi la película. En un simple ordenador una cinta pequeña se ensanchaba hasta convertirse en bandera de vida y amistad. Nos aprendimos sus chistes, sus diálogos y proclamas. Por encima de todo, deseamos su frescura y rebeldía, su contagiosa alegría. Toda la vacua pedantería respondida desde una incontestable verdad: “Oye, tía, y con esto, ¿qué hemos querido contar?”.
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