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Columna
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Atácanos con tu silencio

Manuel Rivas

DE NIÑO, me impactaba mucho esa escueta información bélica: “¡No se hablan!”. Solían ser vecinos, de casas diferentes, pero a veces también familiares. En muchas ocasiones, no sabías la causa. Podía ser un silencio que viniese de lejos, oxidado, con capas de polvo y moho, tantas que hasta ocultaban el origen de la afrenta, si la hubo. Un asunto difuso, de rumores o discordias. A veces, sí, un choque, una disputa de lindes, un grafiti de sangre catastral. Detrás del silencio perpetuo, “¡no se hablan!”, había en ocasiones un abuso, una palabra más alta que otra. O lo que se entendía por una humillación. Por ejemplo, un sí o un no a la hora de bailar.

Y es que no todo el mundo tenía la gracia del jugador de fútbol Amoedo, un héroe popular que se presentaba así de irresistible en la pista de baile: “Oye, nena, que sepas que estás bailando con el delantero centro del Celta de Vigo”. Con más estudios, pero menos chispa, el ambicioso joven Manuel Fraga sacó a bailar a la más bella universitaria e intentaba avanzar a pisotón por paso: “¡Sobresaliente en penal!, ¡matrícula de honor en derecho romano!”. En circunstancia similar, de embiste apabullante, en la sala de fiestas El Moderno de Sada, una muchacha tuvo que frenar así a un excitado rapsoda: “¡No me trepes más!”.

Detrás del silencio perpetuo, “¡no se hablan!”, había en ocasiones un abuso, una palabra más alta que otra. .

Volviendo al silencio, la razón para dejar de hablarse solía ser un misterio remoto. Pero la gente joven heredaba aquella inquina, como se heredan en el mapa del mundo odios y fronteras absurdas. Durante un tiempo, en los juegos, allí donde se relajaba el control, había niños y niñas que practicaban una desobediencia civil frente a la consigna de silencio dictada por la jerarquía familiar. Recuerdo un caso, el de dos muchachos inseparables, los personajes reales que están detrás de un cuento titulado La vieja reina alza el vuelo. Siempre juntos, una amistad que los demás envidiaban. Hasta que un día cayó la orden del silencio y los rompió por dentro y por fuera. No volvieron a hablarse, ni siquiera cuando el uno intentó salvar al otro de la muerte, cargando con él a la espalda, después de encontrárselo malherido en un camino.

A mí me han dejado de hablar, o declarado el silencio, en dos ocasiones. Que yo sepa. Porque hay veces que estás en guerra y ni siquiera te informan. Pero en esos dos casos sí que me lo hicieron notar. Y me dolió, lo reconozco. Uno de los que me declararon el silencio, no sé si perpetuo, fue un político al que comparé con Napoleón, de una manera bastante inocente, pues el aforismo que tanto le molestó decía: “A todo Napoleón le llega su Waterloo”. Yo pensaba que iba a agradecer la ironía, pero el gran ego es un gran enigma: al parecer, consideró una humillación el no ser derrotado en Waterloo. La otra declaración de silencio procedió de un colega escritor. Aquí no hubo culpa, sino destino. Me hubiera gustado estar a la altura de Dostoievski con Turguénev: “Debo decirle que me desprecio profundamente… Pero todavía le despreció más a usted”. Ocurre que esas rupturas magníficas piden un público, una tertulia, un café. No pueden malgastarse por teléfono. Así que escapamos uno del otro.

Hay una verdad antigua: el hablar puede causar daño, pero mientras los energúmenos hablan, mientras se amenacen como púgiles fanfarrones en los prolegómenos del espectáculo, todavía hay un margen para atarse los zapatos. El problema de los perdonavidas es cuando agotan el vocabulario. Pasan a imponer la ley del silencio, como aquel acomodador amargado que convirtió el cine en un cementerio.

Otra cosa es el jolgorio juvenil. Yo lo echo mucho de menos desde que los móviles hicieron de las pandillas unas mudas santas compañas o procesiones de ánimas en Red. Me causan tristeza estos grupos de jóvenes que no se hablan entre sí mientras teclean compulsivamente, como si fueran expulsados del paraíso a cambio de un smartphone. Me alegra que haya síntomas de resistencia. Una profesora amiga me cuenta que en clase se habla más que nunca porque los celulares están desconectados. Ella, a veces, se ve sobrepasada. Todos piden la palabra, todos quieren intervenir. Y una alumna la reta: “¡Atácanos con tu silencio!”.

Esa sí que es una consigna de educación alternativa.

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