Tristana, el cocido y yo
EL PROCEDIMIENTO es muy sencillo.
Hace falta una olla muy grande y una mañana entera. Los ingredientes básicos son baratos, pero el resultado mejora cuando aumenta el presupuesto. En épocas de penuria, basta con un caparazón de gallina, un par de huesos de ternera, otro de jamón, un par de puerros, un poco de apio, dos zanahorias, una patata grande, una cebolla y un nabo. Esta última verdura es la más barata de todas, pero resulta esencial porque tiene la milagrosa propiedad de absorber la grasa, aunque lo único verdaderamente imprescindible son los garbanzos, el alma de este plato. Merece la pena comprar buenos garbanzos. Los tenderos intentan a menudo convencer a sus clientes de que los pequeños son más finos que los grandes, pero yo me resisto a ese argumento, porque el placer también está en los dientes, en el acto de masticar, un glorioso mecanismo muy perjudicado por los calibres mínimos. Así que conviene comprar garbanzos buenos y además hermosos, y luego, si se puede, cambiar el caparazón por un cuarto de gallina, añadir otro de pollo, un trozo de morcillo de ternera, un pedazo de tocino blanco y media sarta de chorizo. Después se cubre todo con agua, se añade una rama de perejil, una hoja de laurel, unos granos de pimienta, se pone el fuego al máximo, hasta que rompa a hervir, y se baja enseguida, hasta lograr la temperatura mínima necesaria para que la cocción no se interrumpa.
En Tristana, Benito Pérez Galdós cuenta la historia de una mujer joven, solitaria, curiosa, que se ahoga en el piso donde vive sujeta a la autoridad absoluta de un hombre perturbador, en sí mismo y en la relación que mantiene con ella. Don Lope no es el padre de Tristana, no es su marido, y su relación con ella desborda la benéfica protección de un tutor al que se ha encomendado la crianza de una huérfana. Mientras Saturna, vieja criada de la casa, la vigila al tiempo que escucha sus cuitas, Tristana se rebela contra su destino. Quiere ver cómo es el mundo más allá de la glorieta de Cuatro Caminos, quiere salir, entrar, enamorarse, vivir. Pero antes de nada, y sobre todo, quiere estudiar. Al escucharla, don Lope se echa a reír y le pregunta qué estudios necesita una mujer honrada, si todo lo que tiene que saber es cómo se espuma un cocido.
Galdós era un maestro en muchas cosas, y un estratega genial a la hora de fijar la naturaleza moral de sus personajes.
Galdós era un maestro en muchas cosas, y un estratega genial a la hora de fijar la naturaleza moral de sus personajes, enmascarando la ruindad de los peores en los gestos de honesto decoro de las personas de orden de su época, o enterrando una pepita de oro de decencia o de bondad entre los harapos de las apariencias más desastrosas. Así, don Lope es un señor y es repulsivo, pero ese hombre odioso sabía de cocidos. La diferencia entre uno bueno y uno malo está en el trabajo de la espumadera. Desde el instante en que el agua empieza a hervir, la grasa de las diversas carnes aflora a la superficie, y si no se elimina pronto, con una constancia rítmica, regular, acaba formando una costra espesa y agria que arruina el sabor del caldo. Las cocineras de mi generación, que suelen tirar de olla rápida cuando no recurren a la Thermomix, no tienen este problema, pero sus sopas pagan el precio de la comodidad, porque nunca alcanzan esa consistencia ligeramente viscosa, con un perceptible y casi imposible punto de solidez, que identifica a los mejores caldos de cocido. Entre quienes optan por la cocción lenta, existe otra forma cómoda de eliminar la grasa que da todavía peores resultados. Consiste en dejar que la olla se enfríe para desprender la tapadera blanquecina que se forma en la superficie y tiene una apariencia casi sólida. Pero las apariencias engañan, lo sólido no resulta serlo tanto y la espumadera a destiempo no elimina las partículas que se han disuelto ya para dejar su firma en un caldo que sabe a viejo antes de acoger a los fideos.
No queda más remedio que espumar. Yo lo he hecho ya tres veces desde que empecé a escribir este artículo, y estoy a punto de añadir el pollo, más blando que el resto de las carnes, que me obligará a levantarme otras tantas veces, como mínimo, antes de que logre proclamarme vencedora de la grasa.
Mientras tanto, recuerdo a Tristana y le dedico este artículo, y el cocido de hoy.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.