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Felipe VI
Columna
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Cuestión de prudencia

Al no renunciar a sus derechos sucesorios, la infanta daña la institución que se supone que defiende

Soledad Gallego-Díaz
Cristina de Borbón, durante su declaración.
Cristina de Borbón, durante su declaración.Tolo Ramón

La única institución española que respondió con relativa rapidez a la evidencia de que atravesaba una crisis seria fue, curiosamente, la más antigua y obsoleta, la monarquía, que dio el giro más brusco posible dentro de sus posibilidades: cambió de rey. La sentencia del caso Noos, conocida esta semana, demuestra lo oportuno de la medida. La condena de Iñaki Urdangarin hubiera terminado por destruir la ya dañada imagen de don Juan Carlos, bajo cuyo reinado, y control de la Familia Real, se produjeron los desmanes. Con esa destrucción, hubieran desaparecido también, probablemente, los restos del sentido de la institución. Si los partidos políticos clásicos, el Parlamento o el Tribunal Constitucional hubieran comprendido a la misma altura la gravedad del deterioro de su papel, quizás los ciudadanos se hubieran evitado algún sofoco.

La condena del marido de la infanta Cristina puede parecer liviana, a la vista de los delitos que, según la sentencia, se acumulan, pero, desde luego, no es simbólica. Seis años y tres meses entra dentro de lo que antes se llamaba "pena de prisión mayor" y ahora, "pena grave". Tampoco es simbólica la condena de la propia infanta a una multa de 265.000 euros por haberse beneficiado económicamente de los delitos de su marido. Una cosa es que doña Cristina haya sido absuelta de cooperación en los delitos y, otra, que no reciba sanción como partícipe lucrativa en los de índole fiscal.

Precisamente por esa razón, la infanta debería solicitar a Felipe VI que la aparte de la línea sucesoria, de la que aun forma parte. Es cierto que la Constitución no prevé que pueda ser excluida contra su voluntad, pero el escándalo que ha rodeado las actividades delictivas de su marido que, como mínimo, utilizó su nombre y su rango para ello, deberían ser argumento suficiente para que lo considere. No se trata solo de que su presencia en esa lista resulte ofensivo para los ciudadanos, que lo es, sino también que mientras permanezca en ella afectará al prestigio de la monarquía, una institución que se supone que ella defiende.

Si fuera así, comprendería que las monarquías democráticas se justifican por su utilidad, pero también por una cierta magistratura moral que se corresponde precisamente con el hecho de que no tienen responsabilidad jurídica alguna. Se dirá que los derechos dinásticos no tienen importancia, porque es inconcebible que la institución pudiera sobrevivir a semejante proceso, pero eso no quita para que no deba figurar en la línea sucesoria, sin daño político para la monarquía, quien ha sido multado por beneficiarse de un delito fiscal. La renuncia de la infanta Cristina no sería una cuestión de estilo, sino de prudencia.

Las actividades delictivas de Iñaki Urdangarín se prolongaron, según la sentencia, durante varios años. Quiere decirse que ni el rey Juan Carlos, ni la Casa Real, es decir el organismo que, bajo su dependencia, se encarga de ayudarle en sus funciones, ni los presidentes de Gobierno que ocuparon el cargo en esos años cumplieron con sus obligaciones. Don Juan Carlos, por su actitud laxa; la Casa Real, por no enterarse ni advertir al rey con más insistencia sobre lo que estaba ocurriendo, y el Gobierno, que es responsable legal de las actuaciones del rey, por renunciar a ejercer su obligada vigilancia.

El escándalo Noos debería servir de advertencia a quienes hoy desempeñan esas responsabilidades. Ni Felipe VI puede emular a su padre en su descuidada vida privada, ni el jefe de la Casa Real vivir en el limbo, ni el Gobierno dejar de cumplir con su obligación de proteger a la Jefatura del Estado, algo que no hace si cree que preservar y custodiar su prestigio consiste en mirar para otro lado.

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