Amantes
El silencio es el privilegio del primer amor y del último
En la escalera de mi piso se ha instalado una pareja de niños amantes. Se sientan en medio de la oscuridad, y cada vez que entro y salgo de casa tienen que abrirse un poquito, separarse, para que yo cruce; ayer, como era san Valentín, los junté suavemente a los dos y pasé por el lado de uno de ellos revolviéndole el pelo con cariño. Casi me sacan la navaja.
No tienen más de 14 años. Aunque todavía los mantengo en observación, porque es seguro que se trata de un amor navideño (los primeros avistamientos en el portal son de mediados de enero), estoy casi seguro ante un primer amor. Por ejemplo, nunca los escucho hablar. Lo sé porque a veces, antes de salir, me quedo en silencio en la puerta por si en lugar de enamorados son sicarios. El silencio es el privilegio del primer amor y del último. No se hablan los niños ni los ancianos: los primeros porque les basta estar solos, los últimos porque los han condenado a estarlo. Por eso en el primer amor lo habitual es el descubrimiento y en el último el estupor; a los dos los une la sorpresa.
¿Qué hacen pegados a mi puerta? Es una táctica antigua: para evitar que los molesten en el portal, suben el tramo de escalones que da a la primera planta. Allí vivimos dos vecinos (uno, el otro piso está vacío); los demás suelen utilizar el ascensor. De esta manera hay pocas posibilidades de que alguien los vea. Bien es verdad que no contaban con mis ataques relámpago: a veces me levanto sobresaltado del ordenador y bajo en tres zancadas al 24 horas a por Aquarius, Conguitos o lo que sea con lo que esté fantaseando. Entonces, mientras abro, aún me da tiempo a ver cómo uno salta de las rodillas del otro.
Estas cosas ocurren cuando las casas dicen que es hora de marcharse: se dejan ocupar poco a poco, como en el cuento de Cortázar. En una ventana de Pontevedra anidaron las palomas, en Madrid un par de niños amantes que dejo crecer entre la felicidad y el espanto. Sus carpetas, sus deportivas, esos momentos trascendentales sin hacer nada. Estar quietos durante minutos, glorificados, pensando en el siguiente silencio genial que dejar. Yo ya lo sé, ellos no saben nada. Con los años todo eso será parte de un escenario de guerra, escombros de un lugar al que volver la mirada como a las ciudades prósperas que se creyeron eternas. “¿Y te acuerdas del vecino? ¿Aquel viejo tarado que nos acariciaba el pelo?”. Quizá la inocencia no termina cuando a los niños se les dice que no existen las ficciones; quizá la inocencia sea la primera ficción.
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