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Columna
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Verdaderos padres

Rosa Montero

A VECES, COMO HOY, siento un cansancio infinito cuando me pongo a pensar en el tema del sexismo. Llevo toda la vida teniendo que pelearme contra los estereotipos de género, los del entorno y los que yo misma arrastro, puesto que todos hemos sido educados en el machismo. Me recuerdo con 19 años buscando trabajo como periodista al final del franquismo y recibiendo la desfachatada respuesta de que no contrataban mujeres (por entonces hacer eso no era ilegal). Hasta mayo de 1970, la mujer casada en España no podía abrir una cuenta en un banco, comprarse un coche, sacarse el pasaporte o empezar a trabajar sin el permiso del marido, que además podía cobrar el salario de su esposa. Esta legislación brutal nos educó a muchas españolas en el aborrecimiento del matrimonio.

La situación ha mejorado mucho, desde luego. A veces, durante la batalla de todos estos años, he sentido momentos de exaltación: dos o tres generaciones de hombres y mujeres estábamos acabando con una discriminación de milenios. Hay razones para sentirse satisfechos. Pero también hay miles de datos para horrorizarse: el maltrato, la tortura, el asesinato constante de las mujeres en el mundo por razones supuestamente religiosas o políticas, pero en el fondo por puro y aberrante machismo. Y la absoluta falta de atención que las instituciones democráticas le prestan a esta constante carnicería. Todavía estoy esperando que la comunidad internacional decrete algún embargo económico (como se hizo, por ejemplo, contra el apartheid de Sudáfrica) para luchar contra la multitud de niñas mutiladas genitalmente, de mujeres esclavizadas por el integrismo islámico, de jóvenes asesinadas por supuestos delitos de honor.

¿Cómo apaciguar esa ferocidad de tantos hombres, cómo curarles de su miedo y su odio a la mujer, de su violencia?.

Pero es que además las cosas parecen ir a peor. En menos de una semana he podido ver en la prensa noticias tan reveladoras como la de Trump, apresurándose a firmar en sus primerísimos días de mandato un decreto contra la financiación a grupos de apoyo al aborto, o la de Rusia, que acaba de despenalizar la violencia doméstica con el fin de apoyar la autoridad paterna. Por cierto que en Rusia muere asesinada una mujer cada 40 minutos y otras 36.000 son golpeadas diariamente por sus maridos. Por no hablar de esa mujer empalada y violada en Colombia, un feminicidio más entre miles. Sí, a veces agota esta pelea desesperada por la supervivencia. A veces me siento como Sherezade, la de Las mil y una noches, que tiene que encontrar la manera de convencer día tras día al rey para que no la mate al amanecer. ¿Cómo apaciguar esa ferocidad de tantos hombres, cómo curarles de su miedo y su odio a la mujer, de su violencia?

Pues quizá cambiando la educación y las costumbres. Y en concreto hay un cambio social que nos estamos jugando estos días y que puede suponer un verdadero avance igualitario. Hablo de los nuevos permisos de paternidad. Nos dicen que la propuesta de Ciudadanos es un avance: ocho semanas intransferibles y pagadas para hombres y mujeres, y diez semanas más de libre distribución a repartir entre ambos. Pero, como sostiene la feminista Plataforma por Permisos Iguales e Intransferibles para Nacimiento y Adopción (PPIINA), en realidad es una trampa. Numerosos datos internacionales demuestran que los hombres solo se toman aquellos permisos de paternidad que son intransferibles y pagados: ni siquiera funciona que les incentiven. O sea, que las mujeres seguirían asumiendo más del doble del tiempo. Sólo un permiso exactamente igual para hombres y mujeres permitiría que el empleo femenino no se resintiera por la maternidad; que las mujeres no fueran vistas (por el entorno y por ellas mismas) como las inevitables y únicas cuidadoras familiares; que los hombres aprendieran a hacerse cargo de sus hijos en soledad, cosa que contribuye a disminuir la violencia familiar, según varios estudios. Es una medida posible, está a nuestro alcance y cambiaría la realidad de forma notable. Sí, a veces te acomete un cansancio infinito. Pero también sientes esperanza, como ahora. Con un pequeño paso, hombres y mujeres podemos ser más libres, más completos y más felices. Porque el rey de Las mil y una noches que degollaba todas las madrugadas a sus amantes era un pobre enfermo desesperado y solo.

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